Editorial NP: Cambios político-económicos: vías y urgencias

Editorial NP: Cambios político-económicos: vías y urgencias

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A pesar de las prioridades sociales expresadas en las diversas manifestaciones públicas de las últimas semanas, la deriva de la situación ha ido avanzando paulatina y sistemáticamente hacia una prelación propiamente política, cual es la de discutir ampliamente un nuevo contrato social que se manifieste en el cambio o en una nueva constitución que rija la convivencia nacional.

En efecto, no obstante que de la serie de reclamos ciudadanos urgentes varios han sido ágilmente adoptados y aprobados por la clase política en el Ejecutivo y el Parlamento a través de sendas legislaciones que, con mayor o menor éxito, responden a éstos, de la llamada Agenda Social del Gobierno siguen pendiente otros cuyos efectos no pueden ser evaluados por sus beneficiarios y, por consiguiente, el animus bellicus y confrontacional  ha pervivido, tanto en su expresión pacífica y civilizada, como en aquella vandálica y signada por la ley de la selva que se esconde y nutre parasitariamente de las primeras en las calles.

Esta relación “comensalista” entre las manifestaciones pacíficas y grupos vandálicos, delictuales o anárquicos es un fenómeno bien conocido por las dirigencias políticas, razón por la que varios sectores de aquellas -que aprecian el orden democrático- han llamado a morigerar la presencia ciudadana masiva y han instado a sentarse a la mesa de las conversaciones para pasar desde el diagnóstico y la mera difusión de las demandas, a un más fructífero diálogo que apunte a soluciones posibles y realistas.

Es efectivo, empero, que quienes, desde esos sectores políticos han convocado a estos encuentros de resolución pacífica de las controversias que la democracia permite, no tienen hoy el eco ciudadano, ni el liderazgo de hace algunos años, producto de una deslegitimación creciente derivada de la desintermediación social digital y de su amplia capacidad de difusión de prácticas reñidas con la ley y buenas costumbres que integrantes de ese y otros núcleos de poder han cometido, al tiempo que, una vez develados sus deslices, las instituciones del Estado encargadas de la justa aplicación de las leyes en tanto sano y racional equilibrio entre crimen y castigo, no han aplicado a los autores de esas faltas y/o delitos la misma dureza con la que, según una mirada ya corriente entre la ciudadanía, se pena a quienes no tienen el poder de los primeros.

Encarados así por una ciudadanía que repentinamente mezcló su rabia y descontento ante lo que con crudeza diagnosticó como excesos de abuso de poder, indignidad, injusticia y malos tratos de la elite aparentemente insensible e indiferente que ha dirigido los destinos del país por más de tres décadas, la actual clase política, deslegitimada en su principal soporte de autoridad -que nace de pensar, decir y hacer con consistencia- no sólo se ha visto sobrepasada por este desborde de aguas ciudadanas que fluyeron sin conducción ni bandera partidista alguna, sino que, en su perplejidad, los unos han respondido rudamente con una represión que, ante la magnitud de los desórdenes, ha terminado siendo tan indiscriminada que hasta propios miembros de las fuerzas de orden han sufrido consecuencias del uso de esa fuerza por parte de las mismas policías, mientras, otros, han sostenido maquinal y pertinazmente un relato que, junto con validar la legitimidad de las protestas, no ha tenido, a su turno, palabras nítidas, fuertes y claras para condenar de la violencia vandálica, concentrando su discurso en los resultados del ejercicio de la acción policial.  Una violencia mixta que ya significa más de 20 muertos, sobre 1.500 heridos, un récord mundial en lesiones oculares graves, saqueos e incendios de universidades e iglesias, serios daños al sistema de locomoción colectiva, asaltos e incendios de pequeños y medianos comercios y empresas y las consiguientes pérdidas de centenares de miles de empleos que, si la situación económica anterior era restrictiva y probablemente fue una de las razones más profundas del descontento, ahora ha empeorado y por un buen tiempo más.

Es, desde luego, injusto atribuir el conjunto de problemas no resueltos expresados por buena parte de la ciudadanía -al menos aquella que con justa razón alega sobre bajas pensiones, carestía de medicamentos, mal servicio de salud, malos sueldos, horas de horas de vida perdidas en transportes desde sus hogares a sus fuentes de trabajo y viceversa, entre otros- al actual Gobierno. Se trata de 30 años, han señalado los propios manifestantes. También es injusto el solo enfatizar en la mitad vacía del vaso. Chile ha progresado en estos últimos 30 años como nunca en su historia y es probablemente dicho progreso el que explica la masividad, justeza y lucidez de los intereses y demandas expresadas por un nuevo tipo de chileno más empoderado y consciente de sus derechos.

De allí que, si bien es menester escuchar atentamente las quejas ciudadanas, también corresponde que esas propias elites cuestionadas arriesguen el último capital político que mantienen de manera que, terminada la fase del diagnóstico, se pueda avanzar más rápidamente a la de las soluciones sociales y políticas pertinentes. Dichas elites, por lo demás, fueron en lo Ejecutivo, elegidas democráticamente hace apenas dos años por amplia mayoría; y en lo Legislativo lo fueron con un nuevo sistema electoral supuestamente más proporcional y representativo que el binominal y sin las desventajas y/o ventajas que el financiamiento irregular de la política permitía, lo que relativiza la crítica interesada sobre la supuesta ilegitimidad de sus posiciones.

El diagnóstico de la elite, empero, ya es perfectamente conocido. Buena parte de ella estaba equivocada y no supo entrever las señales que por años venía expresando una paciente ciudadanía. Otra, más o menos flagelante, no pudo o no tuvo la capacidad de convencer a la primera de la necesidad de los ajustes, acusando impedimentos constitucionales o de minorías parlamentarias. Los unos y los otros, por consiguiente, se han acusado mutuamente de esa ceguera y mientras un sector de los primeros hace mea culpa, sectores de los segundos buscan aprovechar el “rio revuelto” para obtener ganancias políticas cuyo valor, empero, se puede diluir instantáneamente si los problemas que deben ser abordados con urgencia se dejan de lado -maliciosa o equivocadamente- de manera de seguir sosteniendo “a los chiquillos en la calle” y negociar con esa supuesta ventaja a su favor.

Esta falta de sentido de urgencia, intencional o inconsciente, de dirigencias político-institucionales, ha agravado y profundizado la extensión del desorden público, provocando hasta la aparente incapacidad de las fuerzas policiales de contenerlo. Frente a esa situación, parte de la ciudadanía ha comenzado a organizarse en grupos de autodefensa territorial, lo que denota una grave falencia de la función primaria de un Estado en forma, cual es proteger el orden interno; y a autoconvocarse en cabildos con el objetivo de intercambiar opiniones y buscar soluciones propias a los problemas expresados, lo que manifiesta una seria derrota para la función de representatividad de nuestra política.

Afortunadamente, liderazgos intermedios menos deslegitimados como el de los alcaldes, han asumido horizontalmente un papel conductor y han convocado a consultas ciudadanas en 333 municipios de los 345 del país, dentro de los canales que permite su propia institucionalidad y en un proceso express -del que se espera tener respuestas en 60 días a la pregunta de si se quiere o no una nueva constitución- generar el insumo informativo y de mayorías para que sea procesado por la institucionalidad estatal actual que, más allá de su presente debilidad, es la única que posibilita una transición ordenada hacia un nuevo estado de cosas.

Para avanzar a ese nuevo acuerdo social, existen variados caminos. Sectores más radicales han insistido en la elección de una Asamblea Constituyente. Sin embargo, para que ésta sea posible, dado que sus miembros actúan como representantes extraordinarios del resto de la ciudadanía y, por tanto, deben estar en ella la mayor cantidad de sectores y grupos sociales que coexisten en el país, debiera ser convocada por alguna autoridad vigente que ofrezca viabilidad al proceso de selección de sus partícipes y luego, una correcta ratificación vía plebiscito de la carta resultante. En efecto, una asamblea constituyente es un órgano colegiado conformado por ciudadanos elegidos por sufragio universal para discutir y diseñar exclusivamente el nuevo texto constitucional. No tiene entre sus funciones ejercer facultades legislativas distintas a esa y una vez que cumple su propósito debe disolverse.

Pero también existen mecanismos a través del propio poder Legislativo actual en donde el órgano encargado de elaborar y aprobar el nuevo texto constitucional es el Congreso elegido bajo las reglas constitucionales que se desean reemplazar. Este mecanismo puede adoptar distintas modalidades: una de ellas, que el actual o futuro Congreso, en su totalidad, ejerza ese poder constituyente; o que el mismo conforme una comisión de parlamentarios con dedicación exclusiva a la elaboración de la nueva Constitución. Redactado y acordado el texto, el borrador debe ser ratificado por el Congreso pleno o por la ciudadanía, mediante plebiscito, o bien por ambos. Este mecanismo es el consagrado en la Constitución chilena, tanto para una reforma, como para una nueva Constitución.

Como variantes de la Asamblea Constituyente están también el Congreso constituyente que se elige por voto popular con el mandato especial de ejercer ese poder. Este Congreso constituyente -que pudiera ser el de 2022- ejerce en primer lugar y exclusivamente la función de redactar una nueva Constitución, y una vez terminada, inicia el ejercicio del poder legislativo; o cumple ambas funciones simultáneamente. En este último caso, el parlamento se puede dividir, o bien formar una o más comisiones dedicadas a la elaboración y redacción constitucional.

Sin embargo, tanto la Asamblea constituyente, como las variantes del Congreso constituyente tienen riesgos en términos de provocar o mantener la actual inestabilidad política. En efecto, el primero es que suscita una dualidad de poder, pues la Asamblea o Congreso constituyente, como mandatario del soberano, se alza como un poder paralelo a las funciones tradicionales de las democracias liberales (ejecutivo, legislativo y judicial) y con aún más soberanía y autonomía, de modo que, una vez elegida, es difícilmente controlable por un gobierno electo democráticamente. Asimismo, incitan inestabilidad sus alcances legislativos al poder arrogarse, vía interpretaciones políticas, ideológicas o técnicas, atribuciones para invadir el terreno de la legislatura corriente, incluso sin terminar la redacción de la nueva carta, tal como sucedió en los casos de Ecuador y Venezuela. Finalmente, está el riesgo de una captura político-partidista de quienes son electos para elaborar la nueva constitución, fenómeno que se incrementa en situaciones de polarización extrema.

En este complejo desafío republicano, no debe olvidarse nunca que las constituciones democráticas son un contrato social destinado a fundar los principios básicos generales de una sociedad civilizada, de derechos, con división efectiva de poderes, abierta y tolerante con los diversos modos de vida que no conspiren contra dicho acuerdo, y no referidas a específicas visiones partidistas, que limiten libertades o impongan gobiernos dictatoriales en aras de una supuesta mayor igualdad. Son, como se ha señalado en reiteradas oportunidades “la casa de todos”.

Otras fórmulas para enfrentar el desafío de una nueva constitución son la Comisión constituyente o la Comisión de expertos, en las que un grupo de especialistas y personas consideradas notables son designadas, generalmente por el poder Ejecutivo -no electas mediante sufragio popular- y se le entrega la facultad de discutir los contenidos de la nueva carta y la redacción del texto, el que luego es ratificado por la autoridad u órganos que la designaron, por el Congreso, por la ciudadanía mediante plebiscito, o por más de uno de ellos. El descrédito de la lógica tecnocrática activamente difundida por sectores políticos hace de esta posibilidad exclusiva una muy difícil de instalar en las actuales circunstancias.

Finalmente, y como última ratio, están los Tratados Internacionales, fórmula que, en la mayoría de los casos, ha tenido lugar tras procesos de término de conflictos armados y el establecimiento de la paz en los territorios involucrados. En estas situaciones, hay una fuerte intervención internacional, o de determinados gobiernos foráneos, restringiéndose o eliminándose la participación de la comunidad política nacional en la elaboración de la nueva constitución.

Chile no parece haber llegado a circunstancias según las cuales sea necesario abordar la compleja situación actual mediante la lógica de un Estado de Asamblea -propio del desencadenamiento de una guerra con potencia extranjera- ni de una Asamblea Constituyente, más vinculada a un gravísimo descrédito de los poderes constitucionales instituidos por la carta, en la medida que las actuales normas siguen vigentes y en práctica y que sus instituciones -aun con baja aprobación- operan con cierta normalidad. El país cuenta con una estructura jurídico institucional que puede abordar la actual crisis a condición de que sus representantes actúen con racionalidad y moderación, a pesar de la acción de los agentes del desorden que, con seguridad, seguirán operando, pues sus objetivos no son la protección de ciertos derechos, sino la toma del poder, y a los que, precisamente en defensa de la democracia, es menester aislar, desarmar y derrotar democráticamente.

Es probable que la prudencia, moderación y racionalidad para el cuidado de la democracia no les sea exigible a los miles de jóvenes que, sin educación cívica y habiendo nacido en una, con todos los derechos y libertades que ella protege, no han experimentado lo que la pérdida de éstos significa. Pero no cabe duda que la generación de dirigentes sociales y políticos que conocen de qué se trata la exacerbación o agudización de las contradicciones en una sociedad debieran estar en una nítida y clara posición pacificadora y advirtiendo que lo más sano, productivo y menos luctuoso será la vía institucional y constitucional para avanzar en los cambios que con justicia ha clamado buena parte de la ciudadanía.

En tal dirección, las actuales elites tendrán que gastar todo el capital político que se ostenta para explicar cuáles y cuánto de esas demandas se pueden enfrentar en el corto plazo, y cuáles de aquella requieren de un tiempo mayor, que siendo también escaso, si se ha se transitar en medio de manifestaciones, paros, huelgas, protestas y violencia permanente, hará imposible a la nación arribar a buen puerto, hundiéndose en el camino con todos sus nuevos y antiguos navegantes, porque, como es obvio, ni la ciudadanía soportará mucha más anormalidad diaria, ni una eventual nueva constitución, o hasta un nuevo gobierno podrá superar mágicamente los múltiples y legítimos problemas sociales expresados y que deben ser abordados a la brevedad, sin esperar que los chilenos logremos suscribir un nuevo contrato social. (NP)

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