Editorial NP: Brotes primaverales, ¿tiempos mejores?

Editorial NP: Brotes primaverales, ¿tiempos mejores?

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Mientras los primeros brotes verdes comienzan a evidenciarse y los ánimos, otrora grises, van mutando gracias a la mayor luminosidad, colorido y frescas brisas de la primavera, octubre también se vislumbra como un mes de cambios en el Gobierno y de aceleración de las reformas pendientes.

De cambios, de aquellas autoridades que iniciarán su propia aventura electoral sea ésta en alcaldías o gobernaciones y cuyo plazo para renunciar a su cargo oficial vence este mes; y de reformas, especialmente las de pensiones y tributaria, que deben ser aprobadas entre este año e inicios del próximo, so pena que, en 2020, cuando dichos comicios estén encendidos, su legislación sea difícil, sino imposible, y su azaroso trámite termine afectando las parlamentarias y presidenciales de 2021.

Porque, tras el fracaso opositor en la acusación constitucional contra la Ministra de Educación con altos costos orgánicos y de conducción para el PS; el salto hacia la internacionalización del liderazgo del Presidente Piñera en áreas tan caras para jóvenes y mayores como el medioambiente -con COP25 a la vista- y la preservación de la paz y la democracia liberal en la región, añadido el repunte de la actividad económica, que en agosto alcanzó a un 3,7%, alentando así nuevas expectativas de un segundo semestre superior al primero, se ha generado una revitalización de las perspectivas para el fiel cumplimiento del programa de Gobierno, alentando un nuevo flujo de acción del Ejecutivo, frente a una oposición malograda y sin unidad.

Aunque, por cierto, en política no hay victorias definitivas ni derrotas fatales, el conjunto de variables y circunstancias que rodean el nuevo lapso iniciado con la llegada de la primavera permite abrigar esperanzas de que, una conducción ejecutiva apuntada a insistir en la “política de acuerdos” en función de los intereses superiores del país, unida a la necesaria reflexión y sinceramiento de posiciones que la oposición está viviendo, pudieran también abrir rutas hacia las convergencias que en el pasado posibilitaron esa mezcla virtuosa entre alto ritmo de crecimiento económico y una conducción política y social armónica y consensuada que a muchos pareció rendición de las propias ideas y principios, pero que, en todo caso, no impidió que cada actor político cumpliera cabal y lealmente con sus propias convicciones, sin llegar a una oposición que, negando la sal y el agua, obstruyera cada propuesta legislativa que el Ejecutivo enviaba para su discusión en el Congreso.

Los griegos diferenciaban la política de la economía como dos ordenes de distinta jerarquía. Economía corresponde al “orden de la casa”, mientras que política al “orden de la ciudad”. Desde luego, a partir del “orden de la casa”  se va configurando un determinado “orden de la ciudad” en la medida que desde la cultura y costumbres practicadas a niveles individual y familiar se van conformando normas y leyes que rigen la conducta social en la “polis”, al tiempo que desde dicho orden cívico se van transmitiendo a las nuevas generaciones, de modo imperativo por normas y leyes, la forma y modos de vida de las anteriores, aunque, en las democracias, respetando la soberanía de las conciencias individuales que son las que, en sus vínculos sociales y especial y única manera de percibir el mundo, no solo estructuran sus convicciones prácticas y morales, entendidas como lo relativo a las particulares costumbres de cada grupo cultural, sino que dan lugar a la posibilidad de una constante revisión crítica de la realidad que luego puede viabilizar cambios virtuosos (aunque también viciosos).

Es, empero, en el “orden de la casa” donde se aprende que las necesidades son infinitas y que los recursos son escasos, una constatación que es trivial para los jefes de hogar enfrentados a las exigencias de sus familias y razón por la que, en su mayoría, deben encarar, mediante la razón, el cálculo y la convicción, las inevitables prelaciones que hay que asumir a la hora de satisfacer una u otra necesidad demandada, respondiendo así a la siempre limitada abundancia de recursos con que se cuenta.

Tal vez en el “orden de la casa” la administración de esas difíciles jeraquizaciones y urgencias tienen menor complejidad, tanto porque la familia es una comunidad de amor, en la que el conjunto tiende a establecer relaciones de afecto filial que posibilita estados de ánimo adecuados para una más fácil convergencia respecto de las propuestas que se expresan, como porque, por su constitución, aquella tienda a tener mayor respeto por las razones y moral de las decisiones de las jefaturas de hogar.

Más complejo es, empero, que las prelaciones dictadas por sus autoridades representativas sean convergentes en los grupos mayores, como en las modernas sociedades democrático-liberales que reúnen a enormes grupos humanos en torno naciones, ciudades y pueblos para colaborar en función de la supervivencia de millones de personas. La pluralidad y diversidad de culturas y modos de vida que conlleva la apertura al mundo y los avances de las telecomunicaciones y sistemas de transportes han transformado al orbe, cada vez más, en la aldea mcluhaniana en que las tradicionales conductas y éticas locales chocan y se entrecruzan con las de nuevas migraciones y sus modos de vida, algunas veces coexistiendo armónicamente; otras, aunque pacíficamente, sin vasos comunicantes; y otras en constante lucha fratricida.

Para efectos de consolidar la democracia, la política, en dicho escenario, requiere de representantes con un apropiado nivel de conocimiento y preparación -y si aquello no ocurre, al menos con equipos de asesores y expertos que subsidien sus insuficiencias-, pero, más fundamentalmente, con un desarrollo emocional que viabilice la constante negociación de diferentes posiciones y prelaciones en competencia a las que obliga la democracia, sin que aquello implique pérdida de control, ni razón, con flexibilidad y confianza, pero sin desviarse de aquellos principios rectores que rigen las miradas culturales, ideológicas o morales de los contendientes y que representan las de sus respectivos electores.

Aunque se viven momentos de post-verdad, los hechos, más allá de las legítimas interpretaciones de cada uno según su conciencia y cultura, son porfiados, y difícilmente son esquivables cuando el análisis de sus causas y consecuencias se realiza con el propósito de develarlos y contribuir a resolver los problemas que derivan de la especial circunstancia. Los países, como los hogares, tienen sus propias limitaciones de recursos que los obligan a racionalizar y priorizar determinadas necesidades, prelación que, habitualmente, se define en coherencia con los principios ideológicos, éticos y de interés que sostiene cada grupo político o social. De allí las legítimas refriegas partidarias, aunque, a su turno, también, la necesidad y posibilidad de conjugar conceptualmente posiciones antagónicas que, acercadas por una discusión leal y sinceramente guiada por el interés general, pueda ser dirimida al menos en sus puntos medios -sin vencedores, ni vencidos- dando nuevos pasos en el desarrollo del conjunto nacional.

La buena política sabe discriminar entre aquella brega que se traba en función del bienestar real de la ciudadanía mandante, de la mera lucha por el poder y/ o su mantención, con objetivos sectarios. Por eso, la mala política apunta a la imposición, sin más, de los propios puntos de vista e intereses y tiene como objetivo derrotar al adversario, buscando la toma de un poder que permita terminar con la incómoda tarea de negociar permanente y sistemáticamente cada una de las decisiones normativas que se adoptan en función del “orden de la ciudad”. La convergencia propia de la comunidad de amor que permite constituir el “orden de la casa” está ausente en este plano, aunque la tolerancia y aceptación de la diversidad -con o sin vasos comunicantes- pueden subsidiar cívicamente la ausencia de afectos propia de la familia.

La madurez emocional y sapiencia intelectual conviven necesariamente con valores como la tolerancia y aceptación de la diversidad, pues entiende la actual coexistencia de culturas y diferentes corpus éticos como resultado de una historia en la que cada pueblo y grupo humano ha tenido sus propias y especiales experiencias que les han recomendado sus particulares formas de vivir y coexistir. A desmedro de las propias convicciones, la pretensión de superioridad moral, política o cultural de cualquier grupo, pueblo o nación no es más que otra de las formas en que la inmadurez emocional de los dirigentes se expresa augurando más mala que buena política.

Las buenas noticias que, por estos días, acompañan a la actual administración, pueden ser mejores si la clase política chilena -la actual y la que se comenzará a renovar en breve- es capaz de reformular sus estrategias de acción, poniendo maduramente el foco en las tareas de creación, reformas, modernizaciones y ajustes de diversa naturaleza que el sistema requiere para su mejor y más rápido desenvolvimiento económico, político y cultural.

No se trata, sin embargo, que, de pronto, la diversidad de grupos políticos e intereses coincida mágicamente en todo, transformando la democracia plural, multipartidista, libre y abierta, en una gris versión monopartidista, cerrada y autoritaria. Si los acuerdos entre partes antagónicas con vínculos de suma cero han sido y son posibles, con mayor razón lo son entre quienes básicamente coinciden en los principios constitutivos de las democracias liberales, en que las divergencias suelen oscilar entre los mayores o menores límites a las libertades y los derechos personales, siempre protegidos; y las mayores o menores obligaciones, normas y deberes que la ciudadanía se autoimpone desde la soberanía del Estado sobre libertades que son motor del desarrollo.

Del resto, de quienes no coinciden en esos principios democráticos, más que su prohibición o excomunión jurídica, en Chile las mayorías ciudadanas han sabido constreñirlos, manteniéndolos como minorías cuyo valor, sin embargo, seguirá siendo el de su presión por más, pero que, como se sabe, cuando consiguen mayorías, también saben hacer coincidir muy bien las necesidades con los recursos, aunque, en vez de promover la generación de más riqueza y valor, lo hacen limitando las necesidades de los ciudadanos. (NP)

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