Editorial NP: Autotutela, Arauco y violencia delictual

Editorial NP: Autotutela, Arauco y violencia delictual

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La cada vez más extendida reacción ciudadana de autotutela ante hechos de violencia cuya contención en las democracias liberales concierne a estructuras institucionales desarrolladas con ese propósito, constituye una peligrosa señal adicional de la extenuación del Estado como entidad civilizatoria por excelencia y a la cual la ciudadanía entrega el monopolio del uso de la fuerza en el entendido que, con su potestad basada en leyes y la correcta aplicación de Justicia -como poder independiente del Ejecutivo y Legislativo- se pueden solucionar pacíficamente diferencias que surgen en los grupos humanos, una vía que no solo es más eficaz para sostener paz social en el largo plazo, sino que es económica y emocionalmente más eficiente y armonizadora.

En efecto, desde los enfrentamientos entre connacionales a consecuencia de la toma y quema de municipalidades en la provincia de Arauco por parte de descendientes de la etnia mapuche que respaldan una huelga de hambre llevada a cabo por un machi de una de sus comunidades, condenado por los Tribunales por su participación en la muerte de un matrimonio de ancianos de origen alemán, hasta las duras azotainas a jóvenes delincuentes propinadas por civiles cuyos videos han circulado en las redes sociales, constituyen muestras del creciente rebasamiento de los canales preceptivos, aparentemente a raíz de anormalidades soportadas por largo tiempo por quienes, según sus propias declaraciones, parecen no ver posible la aplicación de justicia, si no es por mano propia, dada la ausencia evidente de quienes se supone deberían arbitrar en tales hechos y aburridos ya de soportar una violencia delictiva impune de larga data.

Desgraciadamente, en Chile, persiste desde hace varias décadas -y se ha extendido- la idea de una Justicia “injusta”, que presenta fallas y debilidades que retrotraen la mirada a una izquierda que otorga al Estado una función clasista que muchas veces se argumenta por la prescindente labor del Poder Judicial en la protección de derechos y escasa tramitación de “habeas corpus” en tiempos del Gobierno militar, o con la aplicación de “dura lex” contra ancianos militares desahuciados, enjuiciados por años por delitos contra los DD.HH., incluido el actual “garantismo”, sus sentencias y decisiones sobre malhechores comunes que, dejados en libertad, vuelven a cometer crímenes feroces, como el conmovedor caso de Ámbar Cornejo.

Al relato instalado de una justicia clasista e injusta, se ha agregado el develamiento de delicados casos de corrupción al interior de Tribunales, de ciertos jueces y funcionarios; en Gendarmería y hasta en Carabineros, en los que la inconducta de unos pocos ha puesto en peligro la buena fama y prestigio largamente labrado del conjunto de hombres y mujeres que componen esas instituciones, y que, mayoritariamente respetan y operan en sus estructuras y funciones con arreglo estricto a protocolos, normas y leyes que cumplen y honran debidamente. La corruptela que atañe a pocos termina haciendo pagar a justos por pecadores.

Pero la percepción humana opera bajo la regla de ahorro de energía para lo cual tres sucesos similares conforman irremediablemente ley o norma. Cuando la repetición de sucesos -que hoy pueden recogerse con facilidad a través de redes sociales y medios de comunicación- supera cierto límite, estimula la generalización sobre el conjunto de sujetos que el trasgresor representa, y se tiende a descalificar a todos quienes participan de los grupos puestos en juicio por las violaciones singulares.

Y si bien se podría comprender que esta falacia de la generalización sea un mal extendido en sectores de opinión menos informada, cuando esta es utilizada por las propias élites políticas, intelectuales, empresariales o académicas, el encuentro con la verdad y la justicia se torna una tarea más compleja, que termina por estimular la toma de posiciones partisanas y polarizadas de manera de unir fuerzas para evitar la soledad de intentar verificación neutral ante una eventual iniquidad.

La generalización acuna injusticia en la asignación de faltas y errores a quienes no los han cometido; anida racismo y discriminación, imposibilita confianzas, polariza el entorno y enerva los ánimos de los inocentes. Entonces, los malos son “los indios”, “los rotos”, “los momios”, “los fachos” y a mayor abundamiento, los “curas”, los “jueces”, los “milicos”, los “pacos”, los “negros” o los “judíos”. Todas y cada una de las categorías se llenan de antivalores, cerrando así toda esperanza de diálogo. Y cuando aquella se pierde, solo queda la violencia, en la que ganan quienes más poder tienen, lo que, contradictoriamente, es lo inverso a lo que buscaría el justiciero, para quien el poder abusivo sería la causa de todos los problemas.

En un entorno de tal naturaleza, las leyes van perdiendo su fuerza pacificadora porque no hay ley, constitución ni norma que no pueda ser amañada por jueces y tribunales conformados por hombres injustos, cuyas sentencias nunca beneficiarán a quienes debieran proteger, es decir, a los más débiles, sino a quienes tienen poder. Así, la democracia, cuyo sustento es la confianza en la palabra del otro y el cumplimiento de leyes y acuerdos suscritos, comienza su degradación.

Como hemos visto, en la mayoría de los casos se trata de relatos o discursos culturales que con el tiempo han ganado fuerza, transformándose en slogans de fácil recepción, comprensión y ahorro de energías: el “indio” o el “roto” es “ladrón”, el “momio” es “egoísta”, el “facho” es “asesino”, los “curas” son “pedófilos” o los “pacos”, “violadores”. La emocionalidad que impregna el adjetivo hace el resto de la labor depredadora, coloreando la percepción del programado. Sortear ese proceso requiere de información, educación y contrastación permanente con los hechos.

Enervado así el escenario, entre la justicia y la zurra al delincuente que pide entre llantos que la turba detenga su castigo tras haber sido descubierto in fraganti robando, surge la pregunta de si esa trasgresión era una simple mala costumbre punible o si el castigo ha sido propinado a quien fracasó en encontrar trabajo o en pedir limosna para llevar alimento a la casa de una madre enferma. La diferencia de encuadre permite apreciar mejor la correcta idea de justicia que, antes de dictar las penas, mide agravantes y atenuantes circunstanciales a la falta. Un dilema similar se presenta frente a decisiones judiciales que, estrictamente fundadas en leyes y/o reglamentos, liberan a reos que no califican y éstos vuelven a delinquir, generando irritación en el resto de una sociedad que, con razón, pide protección para sus propios derechos humanos y cuya ineficacia termina por desalentar el afecto social hacia tan relevante pilar del orden democrático.

Una sociedad que ha convergido con madurez en las virtudes del Estado de Derecho y en el rechazo a la violencia para resolver diferencias -dado que una vez desatada es difícilmente regulable, como bien saben quienes vivieron la experiencia de los años 70-, puede enfrentar con mayor éxito la tentación de la autotutela ante un Estado extenuado con las exigencias de derechos crecientes y crisis subsecuentes, salvaguardando la justicia y la ley ante delitos o violaciones que invitan al surgimiento de vigilantes y justicieros que, sin control social, pudieran satisfacer a ya colmados ciudadanos ante un Estado que aparece inerme frente a la violencia común y política, pero que depredan el valor de la ley y los acuerdos, casi del mismo modo de a quienes combate.

En la provincia de Arauco, el relato también presenta esa visión depreciada del Estado, de sus capacidades, su justicia y la retribución que ha hecho a la etnia fundante, parte hace casi dos siglos de una chilenidad en desarrollo, tanto en el mestizaje -iniciado a contar de la propia conquista española del territorio que hoy ocupa Chile- como de sus tradiciones, religión y cultura mantenidas por una creciente población criolla, que, sin embargo, fue separando aguas de la vertiente originaria hasta abandonarla casi completamente por la visión de tipo occidental y cristiano que hoy presenta una mayoría de los descendientes de familias por cuyas venas corre sangre indígena.

Es decir, si bien los nuevos insurgentes son personas de ascendencia mapuche, huilliche, picunche, pehuence o lafquenche muchos de los cuales mantienen lenguaje, tradiciones y cultura -como lo hacen miles de descendientes de otros tantos pueblos y etnias originales integrados al territorio-, forman parte de esa chilenidad que se ha ido conformando a contar de 1810 y a la que los principales loncos de Arauco se unieron en 1825, con el Tratado de Tapihue, el que, como se sabe, definió los límites del Estado chileno “desde el despoblado de Atacama hasta los últimos límites de la provincia de Chiloé”, al tiempo que calificó como “ciudadanos chilenos” a “todos los que existen entre ambas líneas” (…) con el compromiso adicional de prestar “toda su fuerza para repeler a los enemigos del Estado y del orden, cuando el Supremo Gobierno necesite valerse de ella”.

En ese marco, y más allá de teorías que mezclan esta insurgencia con una fuerza continental que buscaría liberar territorios aislados para facilitar el negocio del narcotráfico -y que explicaría los mayores recursos y creciente violencia paramilitar- lo cierto es que, jurídicamente, estos están, desde el Parlamento de Tapihue, “sujetos a las mismas obligaciones de los chilenos y a las leyes que dicte el Soberano Congreso Constituyente”, es decir, a normas de su Estado de Derecho.

El uso de la violencia por parte de esos grupos, atribuyendo a su lucha un relato autonomista frente a un supuesto Estado opresor o usurpador de un territorio nacional inexistente en la medida que la etnia nunca constituyó Estado, sino un conjunto de rehues familiares dispersos, es, en consecuencia, política y jurídicamente inconsistente, en la medida que, si bien pudiera entenderse en un entorno de opresión y dictadura que les impidiera ejercer sus derechos, su tradición, lenguaje o cultura, resulta inexplicable en una democracia liberal que no hace diferencia por razones étnicas, religiosas o de otra causa y dentro de cuyo Estado-Nación pueden desarrollar todo el conjunto de actividades que no están expresamente prohibidas por la ley que rige a todo chileno.

De allí los reiterativos llamados a sus dirigentes y a los sectores políticos que les brindan su apoyo a respetar el método democrático y Estado de Derecho, pacificando ánimos e iniciando un diálogo que permita responder las demandas atinentes a un Estado unitario como el chileno. Un Estado que, por lo demás, en las últimas décadas ha reconocido y entregado más 500 mil has. a centenares de rehues -de los más de 2 mil existentes- a los que documentalmente se ha podido constatar propiedad ancestral, dejando el área de población descendiente mapuche en cerca de un millón de has. desde el Bio Bio al sur, un 10% de la superficie en la que dicho pueblo habitaba antes del arribo hispano, pero cuyos derechos se perdieron producto de 300 años de guerras, herencias, ventas, expolios y enajenaciones del período colonial y tras el intento de crear el Reino de la Araucanía y la Patagonia del francés Orélie Antoine de Tounens, en 1861.

Utilizar la contra-violencia civil como método de presión política frente a las autoridades del Estado como lo han hecho sectores minoritarios en Arauco o como ocurrió el 18-O, se parece mucho a la validación de una forma adolescente de autotutela que, por un lado quiere desprenderse de la tuición normativa del “papa” Estado, en tanto órgano de “dominio de clase”, preservador del pacto constitucional, leyes y normas “burguesas” que obligan, pero al mismo tiempo, demandar de su poder la “mesada” de una mayor satisfacción de derechos que, por lo demás, se han expandido en los últimos decenios sin el contra relato de sus respectivos deberes, junto con un desarrollo social y económico que, sin embargo, Chile ha conseguido, más que con Estado, gracias al esfuerzo de una sociedad civil libre, creativa, innovadora y emprendedora, creadora de valor y riqueza que dejó al Estado la conducción político-normativa en la que hoy, la idea de reducir las desigualdades que produce la libertad y buscar mayor justicia social, se ha instalado como tarea inevitable.

Una reciente encuesta mostró que un 64% de los entrevistados cree que las protestas volverán a estallar aún con mayor violencia que el 18 de octubre pasado. La apreciación muestra una irritación mayoritaria que subsiste derivada de un Estado que se presenta debilitado, con liderazgos difusos, con instituciones que rompen o confunden sus propias reglas y que, en lugar de ampliar, limitan las herramientas para responder a las múltiples necesidades ciudadanas y poder conducir con éxito las mega crisis de salud y económica que vive el país y que pudieran arrastrarlo a un mayor descalabro social y político.

Demás parece señalar que un nuevo 18-O terminaría por condenar a la presente y siguientes generaciones al estancamiento y/o al esfuerzo multiplicado -sino a un Estado fallido- si es que los discursos de validación de la violencia se normalizan y las conductas ciudadanas y de la elite se tornan cada vez más agresivas. En un escenario como el previsto por esa mayoría, al Gobierno y al Estado no le quedaría otra salida que aplicar la fuerza de la ley para restaurar el orden, tal como, por lo demás, ocurrió en octubre pasado y con idéntico costo en vidas, destrozos y heridos graves, sin que, merced a ello, surgieran más recursos que los que el país tiene para resolver sus necesidades, las que, por lo demás, tras la pandemia, se habrán multiplicado.

Así y todo, junto con la interesante tradición histórica libertaria mapuche, la principal enseñanza del largo camino de desarrollo que asumió Chile hace décadas es que posibilitó a sus ciudadanos las libertades para que sean dueños de sus destinos y aborden sus proyectos de desarrollo y crecimiento a partir de su esfuerzo y capacidad de trabajo, acotando la presencia del Estado en sus vidas y en la economía, aunque financiándolo con impuestos que los ciudadanos pagan y con utilidades que arrojan ciertas empresas estatales rentables. Aun así, dicho Estado obliga a cada ciudadano a trabajar unos tres meses al año para pagar los tributos con los que se financia la burocracia estatal, aunque también el gasto social, que representa cerca del 70% del Presupuesto Nacional y que solventa los gastos que, en Educación, Salud, Previsión, Vivienda, Defensa, OO.PP., Agricultura y similares realizan los Gobiernos. Los naturales altos y bajos de las economías recomiendan ahorrar para los años de vacas flacas, una tarea que fue abordada por todos los gobiernos, desde 1990 en adelante. Gracias a aquello, ahora, en crisis pandémica, Chile ha contado con los recursos para soportar ya casi seis meses de profunda ralentización de la economía, y devolverlos a quienes no han podido seguir trabajando y/o creciendo con sus emprendimientos y que en los próximos meses enfrentarán el enorme desafío de volver a empezar.

Son esos millones de personas las que han conseguido buena parte de la creación de valor que ha posicionado a Chile entre los países con mejores estándares de la región y que, si, tras la pandemia persiste en ese camino de libertades y no se confunde este momento de necesario centralismo con la aplicación de un modelo socioeconómico que retorne a la decimonónica administración de la riqueza desde el Estado, las posibilidades del país son aún brillantes y claras. Así y todo, para tales propósitos, Chile deberá pasar el examen de siete elecciones de autoridades, así como por la eventual redacción de una nueva constitución que asegure jurídicamente, como la actual, las bases de las libertades que hicieron posible el desarrollo del país. Tanto la redacción de una nueva carta, como la selección de personas que tendrán el objetivo de crear leyes derivadas y de aquellas que se deberán conducir de acuerdo a éstas, conforman una tríada que, con razón, tensiona la percepción sobre los destinos del país para los próximos meses y años.

El nerviosismo adicional que pudiera estar provocando en los ciudadanos un Gobierno-Estado que aparece inerme ante cierta violencia política, o que no responde con oportunidad en la protección de sus ciudadanos a través de la fuerza policial, no debería, empero, alterar la instalada convicción de que nada es mejor para las personas que la libertad de decidir sus vidas en un entorno normativo y de leyes concordadas y respetadas y crecer asumiendo las consecuencias de los propios actos en los que, tanto en la violencia autotutelar, la delictual o reivindicativa de demandas político sociales hay siempre un instante de temple individual consciente que si luego se subsidia con interpretaciones o resquicios que aplaquen la potencia rectificadora y pacificadora de las leyes, no asomaremos al reino de la libertad, sino que abriremos de par en par las puertas del libertinaje, el caos y la ley del más fuerte. (NP)

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