Editorial NP: “Aprobar para mejorar” o “Rechazar para reformar”

Editorial NP: “Aprobar para mejorar” o “Rechazar para reformar”

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El exvicepresidente de la Convención Constitucional, Gaspar Domínguez, ha dicho, no sin razón, que “no existe un texto constitucional que por sí sólo pueda lograr sanar las heridas y producir una unión automática entre todos los chilenos”, al tiempo que ha hecho un llamado a “generar un texto que nos entregue herramientas para avanzar en eso”.

Según su obvia perspectiva, la reciente propuesta convencional las entregaría porque en su redacción habría logrado canalizar “las demandas que se planteaban al principio de la crisis, tales como democracia directa, medio ambiente, género, grupos históricamente discriminados, derechos sociales, descentralización”, razones por las que ha declarado que votará “Apruebo”, para así “ocupar esta Constitución de base y trabajar sobre ésta en la nueva institucionalidad”.

Se trata de una visión franca, joven, transparente, que permite analizar sustantivamente las razones emotivo-políticas que subyacen en las interpretaciones que tienen quienes están por aprobar la nueva carta, no obstante reconocer sus deficiencias. De hecho, el propio Domínguez, como es natural, revela que no estuvo de acuerdo con normas que quedaron a firme como, por ejemplo, reducir la edad de retiro de los jueces a los 70 años, habida consideración la moderna extensión de la vida que, como médico, observa en las últimas décadas; o propuestas que él prefería pero que no están en la Carta, como la idea de un escalafón único de Carabineros.

Por cierto, no existe un texto constitucional que consiga efectivamente la unanimidad de grupos extensos en toda su normativa. No solo la ductilidad e imprecisión descriptiva del lenguaje lo impide, sino también, el obvio hecho que los diferendos y acuerdos siempre están enmarcado por los intereses en contraposición que emergen en cualquier negociación. Desde luego, la unanimidad ni siquiera se ha conseguido a través de la definitiva fuerza reguladora de mandamientos sagrados que, dictados por Dios, buscan regir las conductas de los fieles y cuya desobediencia explica la infinita diáspora religiosa en el mundo, no muy distinta a la política. Todo texto tiene, pues, no solo una hermenéutica que difiere entre la que discurre el emisor y la que resignifica el receptor por razones de endoculturación individual, sino que, a mayor abundamiento, diverge en sus posibles consecuencias, según las múltiples lecturas e ideologías que, en el sustrato, estimulan las expectativas e intereses de las partes en conflicto comprensivo.

De allí que la redacción de una nueva carta magna constituya una aventura social compleja e impredecible, motivo por la que, habitualmente, emergen como necesidad u obligación de reestructurar poderes políticos en crisis y que se han demostrado insuficientes para encarar el desarrollo de las nuevas formas de vínculos sociales, culturales, económicos y productivos que van surgiendo con el tiempo y desde fuerzas tecnológicas que irrumpen inevitables, modificando el modo en la que las personas se interrelacionan, desplazando así centros de poder y amenazando las jerarquías instaladas.

Todos estos fenómenos convergentes exigen protagonistas constituyentes con una cierta madurez, experiencia cívica, sentido común, flexibilidad y una empatía que, emocionalmente equilibrada, busque la formulación de un contrato social que dé cuenta no solo de los propios deseos, voluntades e intereses de una de las partes, sino también de las otras, de modo de alcanzar ese promedio equidistante y sorprendente de posturas en competencia que hace la vida más armoniosa y pacífica y que posibilita el necesario intercambio de servicios y bienes entre personas con talentos diferentes que cohabitan en un mismo entorno. Cuando esto no ocurre, el contrato, con seguridad, no se acatará ni suscribirá, aun cuando el 51% de esos “accionistas” esté de acuerdo con sus postulados.

De allí que depreciar de esta “burguesa” metodología de negociación racional como “cocina” que, por lo demás busca alcanzar convenios justos, equitativos y aceptables para todas las partes en diferendo, deja entrever cierta disposición a priori, aunque no necesariamente expresa, a terminar por resolver las discrepancias finales mediante la fuerza de coacción o la pura imposición de mayorías circunstanciales, sin respeto alguno por las minorías, una estrategia asaz peligrosa, en especial cuando, como en el caso de Chile, minorías y mayorías están prácticamente empatadas (como muestran las últimas elecciones), pero que, para quienes buscan el “Apruebo” a cualquier costo, pareciera no ser un problema, considerando los supuestos beneficios de la eventual aplicación de varios discutibles preceptos contenidos en la propuesta convencional.

Se ha señalado -y no sin razón- que la Convención Constitucional perdió una oportunidad histórica de redactar una carta que, alejándose del partisanismo, uniera a una más amplia mayoría de los chilenos en torno a un proyecto de mediano y largo plazo que otorgara al país estrategia y destino conocido para que, a su turno, posibilitara una dirección clara a los esfuerzos nacionales y una gobernanza con más certidumbre, más expedita, eficiente y eficaz. Dicha afirmación, empero, no implica que los contenidos de la Carta no respondieran a las demandas planteadas “al inicio de la crisis”, sino más bien que, dada la hiperbólica normativa con que tales reclamaciones se expresan, la Convención ha concluido con un borrador que, de acuerdo con las encuestas, culminará por ser resuelto a favor o en contra por una exigua mayoría. Es decir, más que unir voluntades para superar la crisis que obligó a iniciar este proceso -que era su presunto propósito- se trata de un contrato cuyas letras grandes y chicas resultan inaceptables para casi la mitad o poco más de la mitad de los suscriptores necesarios del mismo.

Es decir, como resultado, el país encara ahora escenarios en los que tendrá una constitución de “victoria” para unos y de “derrota” para otros y un plebiscito en el que jugará a la ruleta rusa entre volver a ser regidos por el contrato vigente, repudiado ya por el 78% de los ciudadanos; o acatar, merced a una escasa mayoría simple, una propuesta que buena parte no aceptará, extendiendo y profundizando así el conflicto por el cual supuestamente los convencionales fueron convocados. ¿Dónde está, en dicho marco, la posibilidad de convergencia? De allí aquel temprano dictamen de “fracaso” para el trabajo de dicha asamblea.

Porque, “Ocupar esta (nueva) Constitución de base y trabajar sobre ésta en la nueva institucionalidad” como señaló Domínguez, es propositivamente tan provocador para la mitad de los chilenos, como lo es “ocupar la actual Carta vigente de base y trabajar sobre ésta en la nueva institucionalidad”, una advertencia que, por lo demás, ya han formulado diversas personalidades políticas y académicas de centro izquierda y centro derecha, adelantándose a la presumible “crisis de ansiedad” que cualquier resultado del plebiscito binario del 4 de septiembre tendrá para cerca del 50% de los chilenos, no obstante que, como muestran los sondeos, la mayoría de ellos habría preferido la sabia ruta intermedia -ni de victoria, ni de derrota, sino de civilizada convergencia- que, adicionalmente, muestra claras mayorías para las inexistentes opciones de “Aprobar para mejorar” o “Rechazar para reformar”. Apenas un 11% -menos que el porcentaje de población indígena en Chile- afirma que votará “Apruebo” sin apellidos.

De allí lo pertinente de asegurar, desde ahora, caminos claros y visibles hacia la continuidad del proceso de cambio constitucional iniciado por la Convención, cualquiera sea el resultado del plebiscito, buscando ya un nuevo acuerdo político transversal que ratifique las voluntades de paz del 15 de noviembre de 2019. En ese marco, la propuesta planteada por senadores DC para reducir los quorum que permiten cambios a la actual carta desde 2/3 a 4/7, es un aporte en la dirección de entregar mayores certezas a la ciudadanía. Se viabilizaría así el desafío de continuar en el Congreso con el proceso constituyente para modernizar la actual carta, en caso de que en el plebiscito gane el Rechazo. Por cierto, también, sería muy saludable que, como parte de dicho acuerdo transversal, las fuerzas representadas en el parlamento alcancen prontos preacuerdos para aplicar quorum similares y menos exigentes que los que quedaron estampados en la nueva Carta para su perfeccionamiento, en caso de que se imponga el “Apruebo”.

Porque la aplicación pura y dura de demasiados de sus preceptos, sin las necesarias moderaciones de una revisión institucional por parte del parlamento actual, con seguridad enervará la paz social, complejizando la gobernanza del actual Gobierno, ya suficientemente amenazada por la inflación, inseguridad, delincuencia, terrorismo, incertidumbre económica y escasez alimentaria prevista para los próximos meses a raíz de la guerra en Ucrania y las decisiones de los Bancos Centrales de los países desarrollados para enfrentar las alzas de precio mundiales, sus efectos en el tipo de cambio y, en consecuencia, su impacto sobre los valores de la energía.

Las mágicas convergencias de 2/3 de los convencionales en demandas sentidas que éstos plantean como prueba del equilibrio de su propuesta en temas como una mayor participación ciudadana en los destinos del país, protección del medio ambiente, más descentralización y traspaso de mayores responsabilidades a las regiones, equidad de género, mayor dignidad a grupos históricamente discriminados, reconocimiento de los pueblos originarios y expansión de los derechos sociales, no resistirán, en sus consecuencias prácticas, a interpretaciones que ven en la nueva Carta una deriva estatista que resta espacios de desarrollo y libertades a la ciudadanía; una plurinacionalidad que aumenta la división entre los chilenos y que para dignificarlos no solo apunta a una mayor autonomía territorial, sin áreas predefinidas, sino que implementa una justicia diferenciada, otorgando privilegios que el restante 88% de los chilenos no tiene; un respeto al medio ambiente que equipara los derechos de la naturaleza y animales sintientes a los de la persona humana, aunque el niño que está por nacer pierda todo derecho en función de la autonomía del cuerpo de la madre; que para proteger la igualdad de género, rechaza la objeción de conciencia; que instala, para materializar los derechos sociales reclamados, un sistema político sin contrapesos, con un Congreso unicameral que opera mediante mayorías simples, sin Senado, y que, eventualmente, en combinación con el Ejecutivo, 51% de aquellos -apoyados con los respectivos cupos indígenas reservados- pueden instalar una dictadura de mayorías, aprobando leyes simples que terminen cooptando a un sistema judicial debilitado por un modelo de elección de jueces politizados; que para igualar a las personas desde su primera infancia, elimina el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos y que restringe la libertad de educación y el aporte desde lo ciudadano a la creación de colegios y universidades, al sistema de salud o la administración de los ahorros previsionales de los trabajadores, proponiendo su traspaso prácticamente íntegro a una burocracia estatal.

“Ocupar la nueva carta de base y trabajar sobre ésta en la nueva institucionalidad” con el adicional de que, para modificar y acercar las diferencias hermenéuticas y ríspidas consecuencias de las normas dictadas por la Convención se exigirá de mayorías de 2/3 del Congreso unicameral o 4/7 de aquel, más plebiscitos y consentimiento indígena, se presenta como una tarea tan gigantesca como la que la propia izquierda redactora debió vivir durante casi medio siglo para reformar la carta de 1980. Tales exigencias desestimulan el eventual “Apruebo” de decenas de miles de ciudadanos que estimando valiosos los aportes de la convención en sus titulares, deducen las graves derivaciones de su aterrizaje legal, dadas las posibles reinterpretaciones de su redacción.

Llegar a un acuerdo nacional que reduzca el quorum de 2/3 a 4/7 sin plebiscitos intermedios para seguir modernizando y ajustando la actual Constitución a las nuevas demandas y derechos, emerge así como un camino más rápido, expedito y viable que el de reconfigurar un corpus constitucional, largo, complejo y atiborrado de audaces propuestas en diversos ámbitos de la gobernanza nacional y cuyo disenso y aclaro podría extenderse por decenios.

Por lo demás, amplios sectores de centro derecha y centro izquierda ya han estado evaluando y comprometiendo propuestas de principios básicos en los que comienzan a converger extensas mayorías moderadas y que incluyen, sin grandes complicaciones, los más relevantes titulares de las demandas que la nueva Carta buscó interpretar, pero que, en su ímpetu juvenil e incluso, ingenuo en ciertos casos, traspasó límites que la complejidad e inercia cultural de los poderes institucionales instalados, el próximo plebiscito y el Congreso se encargarán de reconducir, ya sea desde el “Apruebo” o el “Rechazo”, para alcanzar, mediante una indispensable prolongación del proceso constitucional, una nueva Carta Magna e institucionalidad representativa de una mayoría que sea bastante superior al  51%.(NP)