Diálogo democrático en educación

Diálogo democrático en educación

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Mientras la dirección del Instituto Nacional afirma que existe “una violencia que nunca habíamos observado”, el presidente de su centro de alumnos pide que se constituya una mesa de trabajo “para un diálogo horizontal”, en que “las autoridades se sienten a conversar con las bases de la comunidad” y, por supuesto, “que después se cumplan las medidas que nazcan de esa instancia”.

Conozco de cerca el tema, lo viví de primera mano, cara a cara, hace un año: un grupo de feministas radicales se tomó la casa central de la P. Universidad Católica de Chile (un acto de violencia, que así fue calificado por su rector), exigió mesas de trabajo para deponer la toma, logró su constitución, y finalmente triunfó, logrando que en aquellas instancias se acordasen lamentables medidas que hoy están fiscalizando al detalle.

El esquema les funciona perfectamente a las izquierdas, que es lo mismo que decir que la fórmula atenta por completo contra el sentido común y que opera si se produce la rendición de las autoridades que debieran asegurar —a veces a costos muy altos, pero necesarios— el normal funcionamiento de sus instituciones.

Alguien, alguna vez, tiene que decir: “No vamos a aceptar más la monserga que apela al diálogo democrático después de que se han vulnerado todos los criterios de la democracia mediante el uso de la violencia; no dialogaremos; aplicaremos el derecho”. Es lo que debieron oír hace un año las usurpadoras; es lo que deben oír ahora los jóvenes institutanos de las molotov. Solo eso, de una vez por todas.

Es lo mismo que le pasa a la ministra Cubillos. Ella ejerce con toda propiedad su legítimo derecho —¡su deber!— de tomar contacto con los padres y madres de Chile, pero es acusada de hacer lobby y perseguida por la oposición. ¿Por qué? Porque ese contacto directo, de persona a persona, es justamente lo que desarma a las izquierdas. Ellas siempre intentan manejarlo todo mediante unos pocos activistas —100 se tomaron la casa central; 20 o menos son los que agreden en el Instituto Nacional—, esos violentistas a quienes se les adjudica la voz popular. Y esos sujetos logran sus cometidos cada vez que hay complacientes autoridades que creen que es mejor sentarse a conversar que aplicar el derecho (mientras tanto, gran parte del alumnado se resta, por eso mismo, de la participación democrática, hastiado de tanta banalidad. ¿No explica eso, en buena medida, la paupérrima votación en la FECh, de apenas el 25%?). Y como el método resulta, se repite siempre con el mismo patrón: las izquierdas saben que no tienen la razón, usan la fuerza y después exigen que se vuelva a intentar el uso de la razón, para aplicar la fuerza en la ejecución de medidas viciadas en su origen y en su contenido. El caso del Instituto Nacional es de película: entre otras cosas, los alumnos piden que se eliminen las peores notas (nivelar hacia abajo) y que la hoja personal de vida sea solo anual (olvidar los méritos, borrar los errores). Si la autoridad educacional se pone “horizontalmente” a conversar sobre esas posibles medidas, está perdida, una vez más. En realidad, el Instituto Nacional estaría perdido, la educación chilena estaría definitivamente perdida. Porque ese diálogo solo tiene dos posibles salidas: negarse con toda justicia a esas sandeces (y habrá más violencia) o aprobarlas, y deslizarse así aún más por la pendiente de la mediocridad.

Cuando las autoridades responsables entiendan que hay una gran mayoría que las observa desencantada cada vez que ceden, cuando comprueben cómo sus comunidades educativas sufren al ver tanta indolencia disfrazada de diálogo democrático, quizás recapaciten. Incluso, si fuera hasta por vanidad, de algo serviría. (El Mercurio)

Gonzalo Rojas

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