Derechos de privilegiados-Joaquín García Huidobro

Derechos de privilegiados-Joaquín García Huidobro

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La discusión actual sobre si solo los agentes del Estado pueden violar los derechos humanos esconde una realidad mucho más profunda. Ella fue advertida por Marx en 1843 cuando en “La cuestión judía”, una obra de juventud, acometió la crítica de la Declaración de los Derechos del Hombre (1789). Allí desenmascara lo que se esconde tras esos artículos que revisten una apariencia universal: en realidad, ellos no exponen los derechos “del hombre”, sino que son expresión de los intereses de un tipo humano muy específico, el burgués, o sea, del individuo egoísta separado de la comunidad.

La posibilidad de que una realidad de carácter universal, como los derechos humanos, se transforme en un instrumento de clase, es decir, que devenga en un simple medio de defensa de intereses particulares, no es patrimonio del pasado. También hoy puede suceder algo semejante. ¿Cuál podría ser en la actualidad esa clase privilegiada? Más que una clase, se trata de una categoría que ha adquirido enorme valor en las últimas décadas, la de víctima.

Así las cosas, buena parte de la acción política de muchos grupos en nuestro país consiste hoy en una lucha por situarse en esa privilegiada condición de víctima, porque quien logre instalarse en ella se hará acreedor de un estatuto muy particular.

No pretendo negar que haya víctimas. Por desgracia, abundan en nuestro tiempo, como en toda la historia humana. Pero habría que ser bastante ingenuo para ignorar que aquí se aplica la vieja idea de que “no están todos los que son, ni son todos las que están”. Muchas víctimas han quedado fuera de esta embarcación y, en cambio, se han subido a ella personas que, en principio, no tendrían por qué estar allí. Más bien, se han autoasignado esa categoría.

La preocupación por las víctimas tiene un aspecto muy positivo y habla bien de nuestro tiempo. No me imagino a Julio César, Atila o Napoleón angustiados por las personas perjudicadas por sus actos, o desvelados por el destino de los grupos maltratados en sus respectivas sociedades. Sin embargo, no todo es tan bueno como parece, al menos por dos razones que tienen consecuencias en el modo en que entendemos la protección de los derechos humanos.

La primera dificultad que conlleva esta centralidad de la noción de víctima es que presenciamos una lucha a codazos para situarse en esa condición tan particular. Y en esa pugna, la víctima más fuerte deja de lado a la más débil. ¿O piensa alguien que los niños vulnerables, los ancianos y las madres solteras que sufren injusticias, o los mismos no nacidos, tienen alguna posibilidad de quedar en un lugar preponderante en cualquier política chilena de protección de los derechos humanos? Ellos no tienen mayor peso frente a otros grupos que gritan más fuerte, hacen funas y ocupan establecimientos educacionales por la fuerza. Se dice que todos tenemos derechos humanos, pero parece que algunos poseen más que otros.

Además, existe un problema adicional. La condición humana nos lleva a que, cuando nos sentimos —con o sin razón— víctimas de una grave injusticia, fácilmente, nos volvamos insensibles no solo a las injusticias que padecen otros, sino a las que nosotros mismos provocamos.

Es triste decirlo, pero la frontera entre víctima y victimario es bastante más permeable de lo que podría parecer a primera vista. El caso más chocante está dado por los hutus, en Ruanda (1994). Durante años se sintieron oprimidos y discriminados por los tutsis, lo que trajo como consecuencia que, de un momento para otro, se sintieran facultados para sacar sus machetes y matar a cientos de miles de tutsis sin sufrir, según parece, el más mínimo cargo de conciencia.

Una situación semejante es peligrosísima y no hace falta ir a África para constatarla. Con mayor o menor intensidad, esto les puede suceder a vascos, irlandeses, palestinos, judíos, católicos, homosexuales, mujeres, mapuches, activistas provida o a cualquier otro grupo humano que haya sido víctima de la injusticia en algún momento de su historia.

Gran parte de la violencia que presenciamos en nuestro país tiene que ver precisamente con que, por el hecho de ser o haber sido víctima, uno puede situarse por encima del bien y el mal. Así, está facultado para destruir, acusar sin debido proceso e impedir a los demás la práctica de sus actividades ordinarias. En este contexto, cualquier intento de mantener una mínima normalidad es visto como una forma de cohonestar un estado de cosas injusto, porque la víctima, constituida en juez y parte, así lo ha determinado.

Las consecuencias de esta situación en el campo de los derechos humanos son particularmente perniciosas. Ellos, que por definición son universales, se transforman en privilegios de grupo; si defendían al débil, por este expediente pueden transformarse en un arma al servicio de los fuertes. Este fenómeno es pura y simple corrupción, y si no se corrige, una de sus consecuencias será que, tarde o temprano, todos correremos el riesgo de convertirnos en victimarios. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro

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