¿Derechos de la naturaleza?, ¿decrecimiento?

¿Derechos de la naturaleza?, ¿decrecimiento?

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Entre los asuntos que han surgido en la Convención están el de atribuir derechos a la naturaleza y la idea, vinculada con esa, de moderar el crecimiento y contener el consumo.

¿Tiene sentido hablar de derechos de la naturaleza?, ¿será mejor decrecer y moderar las necesidades? A primera vista, esas propuestas no tienen ningún sentido.

Una de las categorías de los juristas, con la que dividen y clasifican todo lo existente, es la que distingue entre los sujetos, de una parte, y los objetos, de otra. Los seres humanos serían sujetos; en tanto la tierra, los animales, las cosas físicas serían objetos. Los sujetos poseerían la calidad de agentes, es decir, de la capacidad de trazar planes de vida y conducirse a sí mismos, en tanto que los objetos carecerían de esa capacidad.

Si esa caracterización se acepta, la demanda por derechos de la naturaleza no tiene ningún sentido. La naturaleza podría ser objeto de protección, los seres humanos podrían tener el deber de cuidarla, pero ¿asignarle derechos?

La idea parece así descabellada, pero cuando se atiende a sus fundamentos, no lo es tanto (aunque esto no quiere decir que se la deba aceptar).

Porque ocurre que la idea de derecho como exclusiva de los seres humanos es fruto de la idea de que el individuo es el fundamento de todo lo que hay. Porque el ser humano es el sujeto (el subjectum, lo que subyace a lo existente), las cosas del mundo estarían entregadas a su arbitrio, de manera que él podría usarlas como su deseo le indique. Los árboles no serían árboles, sino madera, mesas, sillas en potencia; el paisaje no sería paisaje, sino un conjunto de recursos naturales; el lago no sería lago, sino un criadero de peces para el consumo, etcétera. Cierto: la idea de sujeto y de derecho individual lleva a ver el mundo como un depósito a ser explotado, una estantería gigantesca a ser consumida.

Así (dirán los partidarios de los derechos de la naturaleza) parece obvio que hay otras formas de concebirse a sí mismo el ser humano. Por ejemplo, ya no como el fundamento de lo que existe, sino como parte de él (recuérdese a Nicanor Parra: “El error estuvo en creer que la tierra era de nosotros/ cuando la verdad/ es que nosotros somos de la tierra”). Bajo esta otra forma de concebirse, ya no es tan evidente y tan obvio que el ser humano sea el único candidato a tener derechos.

Así se podría dar lugar a que los titulares de derechos incluyeran a la naturaleza y los animales.

El problema es que la idea del individuo humano como sujeto es la que ha impulsado el crecimiento en la modernidad. El capitalismo, sin el cual la pobreza seguiría siendo la regla general en el mundo (y en Chile), es dependiente de esa concepción. Un mundo de espíritu franciscano puede así ser muy atractivo para los satisfechos, pero es un infierno para los hambrientos.

Lo mismo ocurre con el decrecimiento.

La expansión del consumo es derivada del hecho que las necesidades humanas dependen de las preferencias de cada uno. Marshall observó (en el siglo XIX) que si las necesidades naturales pueden ser limitadas, ello no ocurre con el deseo de distinción, que es ilimitado. Las personas no solo quieren abrigarse, quieren abrigarse de una cierta forma (y por eso existe la moda) ¿Se puede entonces limitar el consumo? Sí, por supuesto, pero al precio de limitar la libertad humana, la idea que cada hombre o mujer diseña su plan de vida a la luz del cual necesita esto o aquello. Porque somos distintos: lo que parece superfluo a alguno, le parece al otro estrictamente necesario. Un mundo donde ciertas necesidades sean consideradas superfluas es satisfactorio para la forma de vida del asceta, pero un infierno para el sibarita. ¿Y acaso ser lo uno o lo otro no es parte de la diversidad humana?

La idea de derechos de la naturaleza o del decrecimiento imponen, paradójicamente, un precio muy alto: cambiar la idea de ser humano que, aunque cueste creerlo, ha guiado a la modernidad y fundado la idea de autonomía. (El Mercurio)

Carlos Peña

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