Derechos constitucionales

Derechos constitucionales

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La decisión del Tribunal Constitucional (TC) sobre titularidad sindical ha alzado múltiples voces en la Nueva Mayoría para reformar nuestra Constitución, a mi juicio en direcciones equivocadas.

Proponen cambiarla para establecer a los sindicatos como titulares del derecho a negociar en vez de los trabajadores; suprimir, modificar la integración o reducir las atribuciones del TC, y acudir a la Corte Interamericana o a la OIT para que sancione a Chile, y así se enmiende lo resuelto. Las lecciones de mi malestar son distintas.

El derecho a negociar colectivamente es uno de los llamados económico-sociales que muchos quieren multiplicar en la Carta Fundamental. Como las constituciones son textos breves, esos derechos se consagrarán siempre genéricamente; inevitablemente sus intérpretes, jueces políticamente irresponsables, pondrán de sí al decidir lo que las mayorías parlamentarias pueden y no pueden hacer. ¿Ponemos entonces al menos que el derecho a negociar lo tienen solo los sindicatos? No, además del inconveniente que sobre eso no tenemos consenso y del riesgo de normas de significado abierto que terminarán interpretadas por jueces; la razón fundamental de mi negativa es porque ni una ni otra fórmula sobre titularidad para negociar colectivamente constituye una precondición de la democracia, de aquellas que deba imponerse a las mayorías. Las alternativas en debate fueron respaldadas por opiniones razonables, de aquellas que podemos y debemos darnos una y otra vez y decidir por mayoría, en una ley, sin riesgo para la democracia. No hay una razón moral evidente para imponerle al legislador una de las dos alternativas y, por ello, la Constitución nada debiera decir al respecto. El silencio constitucional reduciría las posibilidades de que, en su nombre, jueces prohíban a los poderes elegidos una de las dos soluciones. Si estos adoptan una que no nos gusta, nos quedará, al soberano, el consuelo de su cambio por nuevas mayorías. Habrá más razones para participar y para votar.

Cambiar las atribuciones del TC para que no invalide las leyes antes que se promulguen, sino después de su vigencia. Ello implica sumar al problema contramayoritario ya indicado, la de hacerse cargo de los efectos producidos y derechos adquiridos al amparo de una ley anulada.

Suprimir el control constitucional de las leyes. Esta fórmula habilita a las mayorías para decidir, sin ulterior recurso, el significado de la Constitución. ¿Queremos eso cuando se trate de la libertad de expresión, del derecho de reunión o de la libertad personal? Yo no.

Cambiar la composición del Tribunal Constitucional. Debemos debatirlo, pero difícilmente terminaremos con una fórmula distinta al nombramiento por los órganos popularmente elegidos. La deficiencia del sistema chileno no está tanto en el preciso modo que rige como en el mal funcionamiento del Congreso. Allí está la sala de máquinas, a cuyo disco duro debemos entrarle. La calidad de los muchos órganos que el Congreso designa vendrá por añadidura.

Acudir a instancias internacionales para que corrijan. Esto implica darles a órganos menos representativos, políticamente irresponsables y lejanos a la opinión pública chilena la decisión entre alternativas razonables, como la que ahora analizamos. Si se va a tutelar nuestra democracia, prefiero un tribunal chileno que a un órgano internacional. Si se trata de Estados que torturan o encarcelan sin debido proceso, bienvenida la condena internacional. Pero ¿en estos temas?

La democracia es un complejo entramado de deliberación pública, decisiones mayoritarias y controles para garantizar el juego democrático. Nuestra tendencia a privilegiar estos últimos en nombre de vagos principios y eternos listados de derechos constitucionales -presente en la derecha y en la izquierda, y por eso también en los jueces- amenaza con ahogar la soberanía popular, su razonable libertad y, sobre todo, que se haga responsable de lo resuelto. Los tutelados suelen comportarse como niños. (El Mercurio)

Jorge Correa Sutil

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