Delitos penales empresariales: invento de políticos populistas-Eleonora Urrutia

Delitos penales empresariales: invento de políticos populistas-Eleonora Urrutia

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El ex CEO de Nissan, Carlos Ghosn, se ha convertido en un fugitivo internacional al huir audazmente de Japón hace unos días antes de su esperado juicio por acusaciones de irregularidades financieras. Hubiera sido mejor limpiar su nombre en una corte, pero no es seguro que hubiera recibido un juicio justo, después de meses de malos tratos y anomalías en su privación de libertad. Agasajado durante años por salvar a la compañía a partir de la asunción en el cargo en 1999, fue arrestado para su sorpresa en noviembre de 2018 cuando se embarcó en Tokio en lo que pensó era un viaje de negocios. La prensa japonesa había sido alertada del arresto en el aeropuerto y así el mundo disfrutó del espectáculo.

El miércoles pasado tuvo oportunidad de revancha desde su nuevo refugio en El Líbano. Repudió a los antiguos colegas de Nissan que se volvieron contra él una vez que salvó a la empresa de la quiebra, a los fiscales que lo interrogaron durante semanas sin presencia de un abogado, al sistema legal japonés que presume que los acusados son culpables y a la prensa mundial que lo condenó incluso antes que los japoneses sin considerar si existía algún tipo de daño o afectado. Las teorías conspirativas suelen ser aburridas por lo predecible, pero la explicación del Sr. Ghosn de que los ejecutivos de Nissan -molestos con el creciente poder de Renault como salvadora en la alianza que había armado- y los funcionarios japoneses trabajaron juntos contra él, parece plausible dado el sistema judicial de aquel país. Su arma fue la ley japonesa de gobierno corporativo, que se define por su opacidad y que convierte en crimen lo que debería resolverse en una sala de directorio, incluyendo los aspectos de fijación de límites salariales y divulgación de las condiciones de contratación, los que se encuentran en el centro de la controversia que rodea a Ghosn.

El caso es un buen ejemplo del creciente fenómeno mundial, impulsado por el actual estado de ánimo anticapitalista del público y de los medios, que busca criminalizar conductas que en nada afectan a terceros ni ponen en riesgo la supervivencia de una sociedad. Si alguna vez el derecho penal fue entendido como una declaración indiscutible de normas socialmente compartidas que castigaban conductas disvaliosas, estamos en camino a que se trate de un compendio disperso de acciones sujetas a reprobación por el capricho político que busca encontrar culpables para los problemas que su misma intervención provoca. Chile se encuentra entre los países que lideran esta ola de condena de “crímenes de cuello y corbata”: se trata de delitos inventados, mal tipificados, con presión de la prensa para lograr una condena expiatoria, con adversarios de los negocios avivando el show, sin que exista obligación de demostrar daño ni evaluarlo, etc.

Y sin embargo, uno de los factores que explica el tremendo progreso que ha vivido la humanidad en los últimos 250 años es la creación de un gobierno con capacidad para actuar, pero limitado en sus facultades a través de una serie de principios taxativos de la justicia penal que garantizan nuestra seguridad. Forman parte del ideario penal occidental y moderno contra quien detenta el monopolio de la fuerza principios como que ningún hombre puede ser acusado, arrestado o detenido como no sea en los casos determinados por la ley y con arreglo a las formas que ésta ha prescrito; que todo hombre se presume inocente mientras no sea declarado culpable; que el derecho penal debe tener carácter de ultima ratio para la protección sólo de los bienes jurídicos más importantes; y que debe cumplir el fin de reducción de la violencia y revestir máxima taxatividad legal e interpretativa, lo que exige de los legisladores precisión de redacción.

Pero hoy, en cambio, vivimos en una época en que los verdaderos delitos llamados comunes o de base que deben proscribirse para constituir una sociedad justa -como asesinato, violación, robo e incendio- están siendo despenalizados o justificados bajo ideas de tolerancia que no guardan ningún sentido comúna la par que aquellos delitos inventados, que sólo atañen a cuestiones privadas que no afectan derechos de terceros -el cohecho sin contraprestación, la corrupción entre privados, la administración desleal (para lo que ya existía la estafa) y los delitos penales de personas jurídicas- son perseguidos y castigados con las máximas penas y sin respetar aquellos principios que permitieron una razonable marco de seguridad frente al poder de imperio de los gobiernos.

Sin dudas, el ámbito que más se ha visto afectado por esta tendencia, liderada por Estados Unidos y de la que Chile no parece escapar, es la penalización de los negocios, no sólo en la persona del empresario, comerciante o gerente sino en el de la empresa como tal. Así la sanción penal se ha visto extendida en los últimos tiempos -con más fuerza a partir del caso Enron- a los “delitos regulatorios” producto de contravenir las innumerables regulaciones administrativas inventadas por el poder de turno a la actividad empresarial en general. Y si bien es cierto que las sociedades evolucionan y puede ser necesario castigar conductas asociadas a tal crecimiento, muchas de estas infracciones reglamentarias nuevas, como presentar un informe levemente inexacto de acuerdo con algún reglamento medioambiental, estar en una posición de responsabilidad respecto de un empleado que viola alguna regulación bursátil del día o el famoso lavado de activos que se aplica cuando no se puede castigar por ningún otro delito base, coloca a gente honesta ante un peligro real. Como lo señaló el profesor de derecho de Berkeley Sanford Kadish, algunos delitos económicos, “antes que delitos, se asemejan más a un comportamiento de negocios hasta ahora considerado agresivo pero aceptable”.

Diversos motivos explican este deseo del legislador de penalizar todo. Los legisladores tienen todas las razones para añadir nuevos delitos y castigos que alimentan sus campañas y ninguna para disminuir las acciones incluidas en los códigos penales, ya que los beneficios de la criminalización se concentran en la clase política a la par que los costos son difusos aunque muy reales, concentrados en minorías a las que el relato político suele atacar como culpables de todos los males, por ejemplo, empresarios exitosos. Por otra parte, mientras mayor el castigo para un crimen determinado, mayor es el poder que adquieren otros miembros del estado como fiscales y jueces. Es el gobierno -los políticos que lo integran– quienes salen favorecidos, sumando más poder al que hasta ahora detentan. Sólo desde el populismo más exacerbado, conducente a engendrar un odio transversal que sirva como plataforma para tomar el poder, pueden equipararse conductas empresariales quizás éticamente cuestionables con el uso deliberado, organizado e intimidatorio de la violencia contra la vida y la propiedad de las personas, pretendiendo criminalizar unas y despenalizar otras.

Cuando uno se pregunta cómo es posible un país llegue a la situación en la que se encuentra Venezuela por ejemplo, la respuesta pasa por considerar que se trata de una sociedad que de a poco, quizás imperceptiblemente, fue levantando los límites al poder del gobierno y por eso mismo se fue quedando sin defensas ante su actuar. Limitar el poder de los gobiernos, que tienen el monopolio para privar de libertad a las personas, no es un capricho ideológico sino una necesidad validada históricamente. El costo que se paga por pretender que el gobierno nos dé todo es que también puede sacarnos todo, empezando por la libertad. (El Líbero)

Eleonora Urrutia

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