Defensa del Senado-Pablo Ortúzar

Defensa del Senado-Pablo Ortúzar

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El vacío de poder generado por las torpezas y pasos en falso del Poder Ejecutivo durante la crisis social abrió el espacio para que el Poder Legislativo iniciara una apuesta por sobrepasar los límites de su autoridad constitucional. La situación creada por el acuerdo de noviembre, donde el Ejecutivo debió ceder al Legislativo la negociación de un acuerdo nacional, ha sido utilizada desde entonces para usurpar campos ajenos, viniendo este impulso principalmente desde la Cámara de Diputados.

Esta ampliación agresiva, bautizada como “parlamentarismo de facto” por sus promotores, se ha dirigido principalmente contra el Poder Ejecutivo (disputa de iniciativas y prioridades legislativas), entrando últimamente en el terreno del Poder Judicial (al cuestionar el debido proceso en el caso de los imputados por delitos cometidos durante el estallido social). También ha terminado en un choque abierto con el Tribunal Constitucional. En algunas de estas corridas de cerco los diputados han actuado con apoyo del Senado. En otras no. Pero ya comienzan a levantarse voces en la Cámara baja que tienen por objetivo cuestionar la existencia misma de la Cámara alta. Camila Vallejo, que siempre es usada por el PC para poner a rodar su nueva cantinela, ya ha puesto el asunto sobre la mesa.

De esta forma, el poder del Estado sobre el cual logró apoyarse la República durante los aciagos días del estallido social, ahora amenaza el fundamento mismo del orden republicano, que es la división de poderes. El deseo de dominación ha dominado a nuestros legisladores, que hoy presionan, a ciegas y a empujones, hacia una especie de caótico asambleísmo soberano. Quienes los apoyan desde la ciudadanía lo hacen sobre la creencia ingenua y equivocada de que esta fuerza arbitraria y caprichosa nunca se volverá en contra de ellos mismos, y que la indignación popular necesita ser descomprimida mediante acciones resueltas, aunque sean llevadas adelante por una fuerza política deforme y abusiva.

Vale la pena recordar, en tal contexto, que la única y mayor garantía que una república popular posee respecto de evitar abusos y acaparamientos en el poder estatal es una organización de sus poderes que los separe, contraponga y balancee, generando equilibrios que posibiliten la libertad de los ciudadanos. Sin dicho entramado de controles recíprocos, la pretensión de lograr avances en la dignidad y bienestar de las personas deviene en mera ilusión: cuando manda un poder total, lo que hay es servidumbre, aunque en algún primer momento se muestre generoso. Luego, todo amigo de la libertad -de izquierda o derecha- debería preocuparse por lo que está ocurriendo.

La división de poderes entre Legislativo, Ejecutivo y Judicial resulta fácil de entender y justificar. Pero para resistir el actual impulso tiránico de la Cámara de Diputados -y evitar que empape el proceso constituyente- resulta útil poner sobre la mesa las razones menos obvias sobre las que se sostiene el bicameralismo, muchas de las cuales están orientadas justamente a ponerle cortapisas a la ambición y las dinámicas pasionales de las asambleas.

Una de las exposiciones más brillantes de dichas razones se encuentra en El Federalista, en sus artículos 62 y 63. Un Senado consiste, a grandes rasgos, en una segunda cámara legislativa cuyos miembros son menos, mayores, duran más tiempo en sus puestos y son elegidos de acuerdo a criterios distintos a los de la primera.

La función principal del Senado es operar como una quilla tanto respecto al Poder Legislativo como al Ejecutivo. Se espera que sus miembros se encuentren mejor preparados, tengan un criterio más formado, posean una visión cosmopolita y actúen mirando plazos más largos que los considerados por los miembros de la cámara baja. Al ser elegidos mediante criterios distintos (circunscripciones diferentes, por ejemplo), no compartirán incentivos con sus pares diputados. Y, al ser menos, sus discusiones podrán ser más reflexivas y pausadas que las de una asamblea numerosa. La responsabilidad individual por lo legislado, en tanto, también aumenta en una cámara diseñada de ese modo.

La ausencia de un Senado que contrapese, modere y oriente a la cámara de representantes deja a la segunda expuesta por completo a “la propensión de todas las asambleas únicas y numerosas a dejarse llevar por el impulso de repentinas y violentas pasiones, y a ser seducidas por líderes facciosos para aprobar resoluciones apresuradas y perniciosas”. En otras palabras, al gobierno de las lógicas de matinal y farándula que hemos visto justamente en operación el último tiempo, con repetidos cambios bruscos y repentinos que, a la larga, generan un orden inconstante, con poca credibilidad nacional e internacional y con tal volumen de leyes que nadie sabe exactamente cuáles son sus obligaciones y derechos.

Estos regímenes de matinal pueden parecer populares, y sin duda se presentan como tales, pero en realidad construyen un poder majamámico y arbitrario, lleno de promesas y derechos que no valen nada, y donde los más poderosos siempre podrán encontrar mediante su influencia formas de privilegio legal. En la selva mandan los más fuertes. La inestabilidad y constante expansión de las normas de conducta termina por disolver el estado de derecho, y con ello envenena las fuentes de la prosperidad económica de las mayorías, que dependen de ciertos márgenes de previsibilidad.

El Senado, así, es una pieza clave en la operación beneficiosa de un orden republicano. Y si cupieran criticas a nuestro diseño actual, ellas tendrían que ver más con el hecho de que sus miembros se parezcan demasiado a los diputados, que al hecho de que hagan más lento el proceso legislativo. No hay, después de todo, nada más expedito que las tiranías. Pero el fin del gobierno republicano es la felicidad del pueblo y no la satisfacción veloz de las pasiones tiránicas y veleidosas de un individuo o de una asamblea. “¿De cuántas amargas angustias se habría escapado el pueblo ateniense si su gobierno hubiera contenido una salvaguardia tan prudente contra la tiranía de sus propias pasiones? La libertad popular no habría merecido entonces el indeleble reproche recibido por condenar un día a la cicuta a algunos ciudadanos, y al otro día erigirles una estatua”. (La Tercera)

Pablo Ortúzar

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