Convencionales naif

Convencionales naif

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Entre los miles de candidatos a convencionales los peores son quienes dicen que ojalá la futura carta constitucional recoja sueños, despierte la emoción de quienes la lean y sea un ámbito en el que todos, sin exclusión, se vean reconocidos.

Son lo que pudiera llamarse convencionales naif.

Si la constitución satisficiera los ocultos anhelos de las personas, los conmoviera y les brindara reconocimiento a todos, sería una buena pieza literaria, pero estaría lejos de ser una buena constitución. Porque lo que una constitución está llamada a hacer es a establecer las bases de la convivencia y del proceso político.

Basta reflexionar sobre esta sencilla fórmula -establecer las bases de la convivencia- para advertir la entidad del problema, los desafíos que plantea y la necesidad de moderar las expectativas a su respecto.

Convivir o coexistir unos individuos con otros es de las cosas más complicadas del mundo. Del hecho que los seres humanos estén condenados a vivir en sociedad no se sigue, en modo alguno, que sea fácil hacerlo, menos en condiciones modernas.

Los individuos suelen estar divididos en torno a los fines de la vida y los límites últimos de la realidad y cada uno tiene la tendencia a erigir su propia subjetividad como el criterio último de validez de las propias pretensiones (en «A puerta cerrada», Sartre hace decir a uno de sus personajes que “el infierno son los otros”: la frase podría inscribirse en la puerta del Palacio Pereira. Y Kant sugiere redactar instituciones para “un pueblo de demonios”).

Establecer las bases de la convivencia, que es el primer propósito de un texto constitucional, consiste entonces en establecer límites a lo que cada sujeto puede, legítimamente, aspirar o anhelar de los demás. La constitución debe ser la casa de todos; pero a condición de que al entrar a ella cada uno, además de limpiarse los pies, deje en el lado de afuera su personalidad más íntima. Y es que regular la convivencia no consiste en hacer lo que las personas quieren, sino poner límites a lo que puedan querer.

Un ejemplo permite aclararlo.

Por estos días se ha comenzado a discutir si acaso habrá o no de permitirse el aborto. Lo que allí se discute (y el diálogo constitucional no escapará de esto) es si la auto comprensión de las mujeres como soberanas de su cuerpo o si, en cambio, la idea de la vida humana como un evento incondicional desde la concepción, habrá de primar. Como es obvio, no será posible satisfacer allí ni todos los anhelos, ni brindar reconocimiento a todos los puntos de vista. Y lo que se dice del aborto vale también para la educación (¿será la familia o el estado la máxima autoridad educativa?); para el agua (¿todos la podrán usar o habrá derechos excluyentes?); para las pensiones (¿atenderán predominantemente al esfuerzo de ahorro o a las necesidades de la vejez? ); la propiedad (¿será irrestricta o podrá privarse a alguien de ella sin sustituir su valor?) y así.

La constitución entonces no satisfará los anhelos. Inevitablemente los moderará.

Y para eso es fundamental que en vez de emocionar a quienes la lean, incendie su racionalidad.

Es verdad que los seres humanos no son solo racionalidad y que en ellos se atesora una reserva de emociones; pero también es cierto que lo que los seres humanos tienen en común es su racionalidad. Ella les permite dialogar, ponerse de acuerdo, atender los argumentos que parecen buenos y desechar los malos.

Las emociones, en cambio, arriesgan el peligro, al menos en política (porque de eso se trata ¿verdad?) de exacerbar los ánimos, rasgar la delgada capa de civilidad y alcoholizar a las personas con una sensación de omnipotencia. Es cierto que las emociones nos constituyen; pero no hay convivencia política posible que se pueda erigir sobre ellas.

Cuando ello se intenta o llega a ocurrir el individuo es manipulado, sus facultades de escrutinio quedan reducidas al mínimo y emboscado en la masa (cuya amalgama son las emociones) suele hacer cosas o llevar adelante conductas que en los momentos de sosiego lo avergonzarían. Por eso la escritura de una constitución debe ser una rebelión contra las emociones, no una manera de servirlas.

Hay pues que rechazar el constitucionalismo naif que inunda a tantos.

Alguna vez Carlos Fuentes expresó su deseo que los latinoamericanos pusieran su imaginación política a la altura de su imaginación verbal. En lo que a Chile respecta hay que corregirlo: ojalá la imaginación verbal no contamine a la racionalidad política.

Carlos Peña

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