Civilización y barbarie

Civilización y barbarie

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La excelente biografía de Borges que escribió Edwin Williams muestra que la obra del gran escritor está cruzada por la tensión entre civilización y barbarie. De su educación inglesa viene la primera, de su fascinación por la pampa y los bordes del Buenos Aires de comienzos del siglo XX vienen sus cuentos de cuchilleros.

La civilización, como en Borges, está en lucha permanente con la barbarie. En lo político el avance civilizatorio consiste básicamente en limitar el uso del poder, sometiendo al soberano a ciertas reglas, haciéndolo responsable de sus actos y generándole una frontera infranqueable: los derechos fundamentales. Lo propio de la barbarie es que la fuerza coercitiva de la sociedad política se ejerce al mero arbitrio del soberano, sin límites que lo contengan.

La civilización ha logrado que las leyes sean normas generales y abstractas, que el estatuto que regula la persecución penal debe ser previo, tanto al hecho punible como a su juzgamiento, al punto que no sólo la tipificación de las conductas debe ser anterior, sino el tribunal que conoce de las infracciones también debe establecerse previamente. Retroactividad y persecución penal son conceptos incompatibles en cualquier sociedad civilizada, no sólo porque es un derecho de los imputados, sino principalmente, porque es un límite al ejercicio del poder público.

La Cámara de Diputados acaba de resolver que ciertos delitos -abuso sexual contra menores- serán imprescriptibles, pero además, que esa imprescriptibilidad regirá con efecto retroactivo hasta 1990. Vale decir, el soberano estima que respecto de estos delitos puede violar el principio básico de la irretroactividad de las normas que ordenan la persecución penal. Mañana podría también establecer tribunales especiales o, llegados a este punto, por qué no, sancionar conductas con efecto retroactivo.
Que estos abusos son atroces no cabe duda, que es fácil y populista saltarse los principios civilizatorios cuando limitan la persecución de actos despreciables es evidente; y más irresponsable aún cuando hay otros órganos, como el Tribunal Constitucional, que deberán poner las cosas en su lugar y es fácil escudarse después tras consignas como la de la “tercera cámara”.

Siempre que el soberano impone su visión por sobre las garantías lo hace en aparente defensa de valores superiores, para perseguir conductas deleznables o para proteger víctimas merecedoras de apoyo. Pero el fin no justifica cualquier medio, porque al validarse ciertos medios no solo se sacrifica la seguridad jurídica del delincuente, sino la de toda la sociedad.

Confundir la democracia con la opinión de la mayoría, sin reglas, ni límites, es otra forma de barbarie. Es bueno no olvidarlo.

 

Gonzalo Cordero/La Tercera

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