¿Cuál debe ser nuestra política exterior? No es solo asunto del Gobierno, es también del Estado y la clase política (en el más amplio sentido). Leía, con una capacidad de asombrarme ya desgastada, que en el Parlamento Latinoamericano hay representantes de las respectivas “asambleas” de Cuba, Nicaragua y Venezuela, países propiedad de satrapías, amparados por AMLO. Afortunadamente, al menos unos representantes chilenos los encararon. Qué hubiera sucedido si durante el régimen de Pinochet se hubiera enviado como representantes a ese parlamento a miembros del Consejo de Estado. Lo mismo equivale en esos tres países.
Esto nos lleva al problema de combinar política exterior con la defensa y promoción de derechos humanos. La posición de Chile en el mundo se ha movido entre círculos concéntricos. El primero es nuestra región. Aquí los intereses son múltiples y es donde mejor puede desenvolverse con todos sus rasgos políticos, económicos, culturales y morales. En esto último está la primacía para identificarse de los derechos humanos, los que en la modernidad solo tienen sentido en el marco del Estado de derecho y la democracia. Esto no quiere decir que se pierda el sentido de la realidad y que hay que tratar con todos, pero sin dejar de marcar diferencias.
Cuesta formar una concertación latinoamericana. Se proclama la “unidad latinoamericana” como un bien en sí, pero es raro que no haya sido producto de un caudillo iluminado, forma de hegemonía política, hasta que su magnetismo se marchita. Producto de ello es la tragicomedia que sucede ante nuestros ojos con la Alianza del Pacífico, lo más sensato y creativo de las últimas décadas. El capricho de AMLO la está sepultando y Chile por tantas razones no podría negar que le pertenece al Perú. Por ahí sonó, no por vez primera, lo de una moneda común, otra monería más. El modelo de la Unión Europea es irrepetible y además ha hecho agua, en especial porque fue demasiado lejos en un sueño homogéneo. A nosotros nos debiera servir de guía, parafraseando a De Gaulle, que hay una “América Latina de las naciones”.
El segundo círculo concéntrico, no menos importante que el primero, está formado por las grandes democracias desarrolladas, incluyendo por cierto a EE.UU. No solo porque en nuestra cultura nuestros principales patrimonios históricos tienen que ver con esa raíz, sino porque el necesario equilibrio del mundo depende de ellas, si es que la democracia importa, y si queremos tener como marco el centro donde surgió la idea y práctica de buscar un orden internacional pluralista y pacífico. Fue también la fuente de la modernidad en cuanto civilización universal. Ello no significa que deba haber un alineamiento automático con todas sus causas, como lo ha sido, por ejemplo, en dos casos; uno, cuando la administración de Jorge Alessandri se opuso al aislamiento de Cuba en 1962; o cuando el gobierno de Ricardo Lagos no dio su apoyo a la guerra de Irak en el 2003.
El tercer círculo es sencillamente el resto del mundo. Aquí existe por lo demás un universalismo y tolerancia con cualquier tipo de régimen (hay de todo, poquísimas democracias), pero en general no nos corresponde pronunciarnos. Quizás si China invade Taiwán, habría que declarar que se “lamenta” y que toda reunificación debe ser voluntaria. Entre otras cosas, China es nuestro principal socio comercial y no se puede desconocer. Además, no es imposible que en un futuro haya una convergencia con valores de la civilización universal. Por otro lado, nuestra seguridad depende más de EE.UU. que de China, aunque esto sea algo remoto. Mejor diablo conocido. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois