Chile y el poder constituyente-Alejandro San Francisco

Chile y el poder constituyente-Alejandro San Francisco

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El proceso constituyente chileno se ha iniciado en contra de la tradición fáctica constituyente de la historia nacional, bajo una fórmula que combina dos elementos aparentemente contradictorios. El primero ha sido una gran movilización social, con protestas y un estallido de destrucción que hizo temer incluso por una ruptura violenta del régimen institucional, una especie de revolución que nadie parecía controlar, que era exclusivamente popular. El segundo fue el “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”, realizado por los dirigentes de los partidos políticos representados en el Congreso Nacional, vilipendiados por los movimientos sociales y que carecerían de legitimidad, pero que convinieron en avanzar hacia “la paz y la justicia social a través de un procedimiento inobjetablemente democrático”.

Parte de la discusión derivó desde una preocupación inicial por problemas sociales urgentes y graves hacia la necesidad de una nueva Carta Fundamental. Como en otros momentos de la historia, la Constitución Política era un argumento de división que se extendía por años. Curiosamente, así ha sido en la historia nacional.

Si miramos la aplicación de la Constitución de 1828, ahí se originó la guerra civil del año siguiente; en 1891, uno de los argumentos para luchar en los campos de batalla era la discordia entre el régimen presidencial y el parlamentario; en 1924, el “ruido de sables” surgió ante la violación de la Constitución vigente y después de años sin aprobar reformas promovidas por el Ejecutivo; en 1969, el Programa de Gobierno de la Unidad Popular aseguró que “una nueva Constitución Política institucionalizará la incorporación masiva del pueblo al poder estatal”, y durante los tres años siguientes hubo discusiones sobre la vigencia y el respeto al orden institucional. El resultado es de sobra conocido en todos los casos: guerras civiles en el siglo XIX y golpes de Estado en el XX. Sin embargo, hay otro elemento interesante y que vale la pena tener en cuenta, como fue el carácter constituyente —aunque fuera sobreviniente— de todas esas intervenciones. En el gobierno del general Joaquín Prieto se promulgó la Constitución de 1833; la Constitución de 1891 fue aprobada por el Congreso Constituyente, pero no logró entrar en vigencia tras la derrota de Balmaceda, quien reconoció que “el régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla”; después de los golpes militares de 1924 y 1925 surgió la Constitución de 1925, y tras el 11 de septiembre de 1973, que podría haber sido una intervención restauradora y breve, se dictó una nueva Constitución en 1980. En todos los casos, el cambio no se hizo “en la forma prescrita por la Constitución” precedente, sino que existió lo que podríamos llamar un poder fáctico-constituyente, es decir, un poder de hecho que surge de la victoria militar —con excepción de la Carta balmacedista—, luego logra aprobar un texto y con el paso del tiempo obtiene una aceptación que permite su continuidad en el tiempo.

No es que los opositores terminen suscribiendo necesariamente la nueva Carta Fundamental, que seguramente la consideran como una imposición injusta, sino que la aceptan “como un hecho”, según señaló Patricio Aylwin en 1984 al reconocer la Constitución de 1980. Fue la fórmula pragmática de los balmacedistas durante el parlamentarismo chileno e incluso de los muchos que se opusieron a la Carta de 1925, cuestionando su legitimidad. El Manifiesto de la Junta Militar del 11 de septiembre de 1924 había señalado expresamente que su “finalidad es la de convocar a una libre asamblea constituyente, de la cual surja una Carta Fundamental que corresponda a las aspiraciones nacionales”. Luego existiría una Comisión de Arturo Alessandri, que funcionó sin que hubiera Congreso Nacional vigente. En 1973, la Junta Militar inicialmente restauraría “la institucionalidad quebrantada”, pero luego avanzó hacia una Constitución que, con numerosos cambios, ratificaciones populares (1989) e incluso un nuevo nombre en 2005 (con el Presidente Ricardo Lagos), ha permanecido hasta hoy.

Por lo mismo, este 2019 podríamos estar iniciando un proceso constituyente inédito —aunque no libre de violencia de origen—, en el doble sentido que han destacado las autoridades de los poderes del Estado y parte importante de la opinión pública: se le preguntará a la ciudadanía si “¿Quiere usted una nueva Constitución?”, y en tal caso, “¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva Constitución?”, que podría ser una Convención Mixta Constitucional o una Convención Constitucional. En esta nueva etapa, es necesario y conveniente contar con la mirada de la historia.

Alejandro San Francisco

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