Carabineros y el arcoíris-Vanessa Kaiser

Carabineros y el arcoíris-Vanessa Kaiser

Compartir

En redes sociales diversas e incluso en el Congreso se manifiesta la estupefacción frente a la decisión de las autoridades de pintar patrullas de Carabineros con los colores que identifican al colectivo LGBTQ+. El diputado Leonidas Romero surca los mares del ciberespacio con un indignado discurso pidiendo una explicación lógica a lo que ha llamado “el absurdo de que los carros policiales hoy día, estén pintados con los colores de las minorías sexuales”. Continúa afirmando que “es una vergüenza”; da a entender que Carabineros no se encuentra cómodo con esta situación y nos recuerda que la ciudadanía ha vuelto a apoyar a la institución tras los convulsionados tiempos del 18-O.

Algunos dirán que el diputado padece de algunas fobias, pero lo cierto es que no demora mucho en reconocer positivamente la diversidad propia del ser humano, existente en toda institución. A renglón seguido nos dice que la mayoría de los miembros de Carabineros está «orgullosa de vestir el uniforme, orgullosa de pertenecer a la institución”, también de estar al servicio de la defensa de los ciudadanos y remata afirmando que las patrullas así pintadas, le dan “pena, vergüenza y rabia”. ¿Es el malestar del diputado una sensación compartida? Por las reacciones que se ven en las redes, Romero está representando el sentir de una parte importante de la ciudadanía. Y es que, al parecer, algo se desajusta, no encaja ni corresponde en este maridaje entre los colores del arcoíris LGBTQ+ y el verde oscuro de la institución.

En 1978 Gilbert Baker creó la bandera LGBT usada en San Francisco por primera vez como símbolo de la comunidad. La variedad de ocho colores dice representar la inclusión y diversidad sexual frente a una historia que las ha condenado. Sin embargo, no es la afirmación del humano ni su derecho a vivir la sexualidad en sus diversas formas lo que actualmente está en discusión. Tampoco es una fobia a dicha minoría lo que repele a quienes critican la pintura de las patrullas de Carabineros. Podríamos agregar incluso que, si hoy estuviésemos cercanos en el tiempo al levantamiento de Stonewall ocurrido en Manhattan en 1969, la pintura tendría lógica y sentido. Sería una forma de responder a una discriminación legal arbitraria e injusta y de reconstruir los lazos entre la comunidad LGBTQ+ y la fuerza pública mandatada para hacer cumplir una legislación que condenaba la homosexualidad. Nada de eso tiene sentido en los tiempos que corren, puesto que ni tenemos legislación que condene la diversidad sexual ni, en consecuencia, vemos a carabineros reprimiendo o haciendo redadas como la de Stonewall.

Así las cosas, la pregunta de muchos, incluido el diputado Romero, sigue sin respuesta: ¿Por qué pintar las patrullas con el arcoíris? Dado que no es posible poner en boca de las autoridades explicaciones que no han dado, podemos reflexionar sobre el quiebre del sentido común que implica, como símbolo, una patrulla pintada con los colores de la bandera LGBTQ+ y aportar a la discusión.

No cabe duda de que esta es una de las manifestaciones más explícitas y aberrantes de una lucha política disfrazada de batalla cultural. La sola expresión “orgullo” usada reiteradamente por Romero deja a la vista la tensión que emerge de una enemistad existencial. Si seguimos la tesis del diputado, el orgullo se transforma en el espacio en que la integración simbólica de las minorías sexuales de izquierda a la imagen de Carabineros, destierra la posibilidad de los otros de sentir orgullo, no solo en tanto ciudadano, sino, además, como miembro de la institución.

En términos teóricos esta es otra manifestación más del maridaje entre el marxismo y la propuesta fascista de Carl Schmitt que entiende la política como el resultado de la existencia de grupos de amigos y enemigos de carácter <<existencial>>. Pongo énfasis en dicho carácter porque implica, justamente, lo que vemos en el caso en comento. Donde el orgullo LGBTQ+ se manifieste pintado en una patrulla –símbolo del orden en que se sostienen la democracia y la paz–, se experimentará una agresión de parte de quienes sienten orgullo por la institución. Y es que se la está vinculando a un grupo específico, lo que implica, naturalmente, la destrucción de su carácter transversal.

Otro aspecto simbólico relevante está dado en que, como bien afirma Romero, estamos ante una imposición de la autoridad que no ha sido consultada ni explicada a la ciudadanía. En otras palabras, los gobernantes actúan de modo tiránico y despótico. ¿Cómo es posible en el marco de una democracia? Simple, porque el discurso políticamente correcto ha establecido los nuevos tabús del siglo XXI. Nadie puede hablar libremente sobre la comunidad LGBTQ+ o alguno de sus miembros. De ahí que, cualquier política asociada a ellos o a otras categorías de víctimas tiene el sello del éxito.

En el fondo, la gente ha debido aceptar una de las falsedades más absurdas de la historia del oscurantismo humano: se es víctima por el solo hecho de pertenecer a un colectivo y, en consecuencia, se tiene acceso y derecho al pedestal de los intocables. No importa si eres buena o mala persona, has desarrollado muchos talentos o te has dedicado al crimen. Basta con ser miembro de determinados colectivos para que se haya consagrado tu salvación.

De este condicionamiento cultural y teniendo a la vista la historia, se puede esperar la ocurrencia de al menos dos fenómenos: que la discriminación positiva se exacerbe y termine en una inacabable política de privilegios concedidos a minorías de cierto tipo en detrimento de otras minorías y de las mayorías (El proyecto de nueva Constitución rechazado era un claro ejemplo de su institucionalización). Naturalmente, esta situación deviene en una animadversión social en contra de aquellos a los que se decía querer incluir.  El segundo fenómeno refiere a las consecuencias por la asfixia de la libertad de expresión de la que se sigue la existencia de una sociedad hipócrita que vive añorando el día en que algún tirano desquiciado sacie su sed de venganza por la represión padecida.

Finalmente, esta lucha política muestra su cruda verdad en el hecho de que los colectivos de la más diversa índole –desde pueblos indígenas hasta feministas y, por supuesto, LGBTQ+– tienen un color político definido, son parte de la extrema izquierda. Es decir, su objetivo es instaurar el socialismo del siglo XXI y, por supuesto, no les interesa si con ello se quema a la yuta, se funa al homosexual o al trans de derecha y se pasan a llevar los anhelos de propiedad privada de los miembros de los pueblos indígenas. Todo es una pantalla para cubrir con el manto de la santidad moral la perversión de la imposición de un tipo de vida nunca elegido por la mayoría de los ciudadanos. Esta es, simplemente, otra forma de aquella vieja revolución iniciada por la izquierda a principios del siglo pasado y resucitada tras la caída del muro. En este contexto el caso de la patrulla pintada no es más que el modo en que avanza la refundación de Carabineros anunciada, anhelada y planificada por el gobierno de turno. (El Líbero)

Vanessa Kaiser