La corriente revolucionaria moderna a que dio inicio el llamado “socialismo científico” hilvanado ideológicamente por el relato de la pareja germano-británica conformada por Carlos Marx y Federico Engel en Europa, a mediados del siglo XIX, caracterizó axiomáticamente a la historia humana -es decir mediante una afirmación que no requeriría confirmación por su evidencia- como “la historia de la lucha de clases”, una que se extendería desde el añoso diferendo instalado entre amos y esclavos, pasando por la posterior contradicción entre señores y siervos de la gleba, hasta la instalada tras la revolución industrial entre burguesía y proletariado.
A dicho axioma, añadieron la idea de que, dada la fuerza ideológica -y física- con que los sistemas de clases se impondrían, la “partera de la historia” sería la violencia, que es inevitable si es que se busca terminar con dicha forma de dominación –“vamos a meterle incertidumbre al modelo”-, un fenómeno que, por lo demás, si se revisan los hechos de los últimos siglos, quedaría demostrado palmariamente con las revoluciones producidas en territorios de Europa en el siglo XVIII y luego, en el XIX y XX, con sus continuos y reiterados alzamientos en otras diversas áreas del mundo: desde las propias insurrecciones en el continente latinoamericano -aun cuando buena parte de aquellas tuvieran un origen en la defensa de la colonización hispana, amenazada por el derrocamiento de Fernando VII por parte de fuerzas “progresistas” hijas de la revolución francesa, hasta aquella Asia liberada de los abusos del imperio japonés y/o británico occidental, incluida la India colonial en 1947.
Como es evidente, el relato de Marx-Engel y Lenin, entre otros teóricos del “socialismo científico” ha debido ser ajustado a las diversas interpretaciones que emergen de realidades históricas muy diversas en la evolución de los pueblos enfrentados a colisiones entre sus poderes (de izquierda o derecha), así como respecto del propio nivel de desarrollo económico, cultural, social y político de cada grupo humano en conflicto. Tales fenómenos han hecho surgir, además, en cada uno de esos procesos, contradicciones entre las propias orgánicas transformadoras, suscitando odios tan o más profundos que los profesados al “enemigo”, aunque al interior de esos mismo colectivos. Baste para ello recordar las diferencias de los independentistas latinoamericanos en el siglo XIX, así como los enfrentamientos violentos que sus liderazgos tuvieron en medio de su lucha anticolonial, para no hablar de otras divisiones internas más cercanas.
El fin de las estructuras monárquico imperiales en Europa a inicios del siglo XX y la posterior nueva consolidación nacional tras la II Guerra Mundial, junto a la emergencia de potencias internacionales que, omitiendo su desarrollo “burgués” capitalista y democrático liberal -interpretado como imperial e injusto- instalaron por la fuerza de las armas modelos políticos y económicos que denominaron de “socialismo científico” -en contradicción con el previo “socialismo utópico”- o “democracias populares” -en oposición a la “democracia burguesa”-, cuya conformación no solo se logró merced a la violencia revolucionaria utilizada por sus promotores, sino que se sostuvo bajo el relato de una “justa y necesaria dictadura del proletariado”, hasta prácticamente fines del siglo pasado en varios puntos del planeta.
El profundo fracaso del modelo de “socialismo científico” que operó durante más de 70 años en la Europa oriental estuvo fundado en la idea de que las desigualdades e injusticias del capitalismo eran resolubles atacando el corazón de su estructura de propiedad, que era la que posibilitaba el hecho de que la burguesía consiguiera generar mayor valor y acumulación de capital merced a la “plusvalía” extraída al proletariado. Todo esto, sin considerar las razones que llevaban a las quiebras de empresas -dejando a burgués y proletario en la ruina-, sino como mero resultado de una inevitable concentración monopólica que el capitalismo impone dada su competitividad y no, desde luego, porque el producto ofertado no tuviera el favor de los mercados. Así y todo, el prístino principio de redistribución comunista “de cada quien según su capacidad y a cada quien según su necesidad” fue abandonado tempranamente con la Nueva Política Económica NEP-de Lenin en la URSS por uno que, forzado por la imposibilidad de medir científicamente la “plusvalía” expoliada al pueblo liberado de la explotación burguesa, señalaba “de cada quien según su capacidad y a cada quien según su trabajo”.
Como es obvio, el modelo reajustado a la realidad rusa -el eslabón más débil del capitalismo, como lo definió Lenin- suscitó en corto plazo nuevas diferencias de ingresos y desigualdades entre las nuevas élites y la población general, unido a la necesidad de instaurar un modelo de desarrollo industrial que, en competencia con el capitalismo, obligaba al uso eficiente de modos de producir considerados por sus propios teóricos como “enajenantes”, pero que concluyeron en similares métodos productivos como las correas de producción tayloristas (para el caso occidental) o stajanovistas (en la ex URSS). Como se ve, en ambos modelos el valor final del producto lo determinaba la demanda efectiva de millones de consumidores que no consideraban necesariamente el costo de producción que los economistas socialistas buscaban definir para cada bien, sino su necesidad de uso y valor de cambio en el mercado.
Tales distorsiones voluntaristas maniobradas mediante fijaciones de precio oficiales resultaron en empresas socialistas campeonas de la productividad en bienes cuya producción terminó por rebasar las necesidades sociales para más de veinte años de su consumo, mientras muchas otras resultaban deficitarias. Así las cosas, si bien la ex URSS consiguió ventajas productivas en áreas como armamentos o insumos médicos, fue arrasada por la eficiencia productivas de bienes de consumo, intermedios y de industria pesada de su competencia occidental y/o japonesa.
Políticamente, mientras tanto, la llegada al poder en los 80-90 de nuevos dirigentes comunistas influidos por el notable avance económico y tecnológico de Occidente, así como exhaustos por el peso del financiamiento de guerras civiles o nacionales en diversos puntos del orbe (la llamada Guerra Fría), unido el natural afán libertario de personas que tras casi un siglo de igualitarismo no pudo ser avasallado por la autoridad gobernante, provocó un profundo cambio de los grupos en el poder soviético, terminando con la disolución de la ex URSS, una federación de naciones que, desde Rusia, conducía un área de influencia que llegó a conocerse como la “Cortina de Hierro” o el “Campo socialista” y en el cual varios intentos libertarios locales fueron aplastados por la fuerza, sin contemplaciones, en función de la consecución del paraíso comunista.
Caso similar es el de China, que transformó sus estructuras sin perder el poder político del partido único instalado tras la derrota que infringiera el PCCh, comandado por Mao Tse Tung, a las fuerzas nacionalistas del Kuomintang a mediados del siglo XX y cuyos herederos mantienen en rebeldía un propio Gobierno en Taipei-Taiwan. La nación continental, con una cultura verticalista y monárquica de siglos y corta experiencia de liberalismo republicano, ante su propio fracaso económico, tras revoluciones culturales y mortandades por hambre, optó finalmente por el pragmatismo y manteniendo la estructura de dominación política, su entonces líder Deng Xiaoping, logró poner en pie el relato de “da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. Abrió así las puertas de sus principales puertos y ciudades al capitalismo, la propiedad privada de los medios de producción y una amplia actividad de comercio internacional. En pocos años, esa libertad económica ha conseguido colocar a China en un holgado segundo puesto como potencia mundial, una que ya en 1988 selló Deng con su otra famosa frase: “Enriquecerse es glorioso”. El relato de ricos vs pobres comenzaba así su declive post moderno en una sociedad que se autodefine como conducida por una elite surgida desde los pobres -no obstante momentos como Tiananmen-, posibilitando así un período de rápido crecimiento económico y el surgimiento de más ricos que en toda la historia de China.
En América latina, en tanto, tras la caída de la ex URSS y las transformaciones en China, sectores melancólicos de izquierda, empero, han insistido en propuestas de carácter neosocialista que, sin la radicalidad del modelo impuesto en los 50 por la familia Castro, en Cuba -pero que ya se alista a poner en marcha una sociedad socialista de mercado similar a la china-, tienen en dicho sistema un cierto modo de organización político-económico que, si bien ha sido ajustado a las exigencias de realidad política, económica y social de los respectivos países en los que estos sectores han llegado a los gobiernos a través de elecciones, en su gestión, varios de ellos han vuelto a prácticas ligadas a las decimonónicas ideas de la dictadura proletaria, o indigenista, o de los pobres, o los descamisados, en fin, la lucha de clases de “pobres vs ricos” o aquella renovada propuesta populista de “pueblo decente vs elites corruptas”, amenazando aspectos centrales de la democracia liberal, tales como división de los poderes institucionales, sus libertades ciudadanas y derechos humanos y aun culpando al mercado, es decir, a las decisiones de compra de millones de consumidores, de las injusticias existentes.
Paradojalmente, empero, han debido básicamente mantener el mercado como asignador de recursos, sostener fiscalmente empresas estatales deficitarias, sin poder ofrecer alternativas de redistribución que no terminen limitando el crecimiento, la innovación, inversión y empleo que es lo que desarrolla a los países. Como debiera resultar de sentido común, no se pueden atraer ahorros amenazando a priori a los dueños del capital de que sus inversiones exitosas serán expropiadas en algún momento por decisiones políticas declaradas vía legislativa o tributaria.
En Chile, tras 30 años de una moderna hegemonía socialdemócrata, socialcristiana y liberal social en sus izquierdas -el lapso de mayor crecimiento en la historia del país- un movimiento juvenil surgido desde bases estudiantiles, de corrientes sociales, identitarias y culturales ajenas a los partidos tradicionales, consiguieron alcanzar el Gobierno tras un balotaje en el que el programa más radical de primera vuelta del actual Presidente perdió influencia, dada su baja votación, debiéndose ajustar a un programa más moderado propuesto por sectores tradicionales de izquierda que se integraron al Gobierno y que, tras la aplastante derrota de la propuesta constitucional del 4-S, impulsada por el Ejecutivo, volvieron a incrementar su influencia.
Sin embargo, aquellos aún no logran encauzar con su programa moderado buena parte del conjunto de propuestas socioeconómicas y culturales revolucionarias que promovía la alianza FA-PC original y que en pocos meses ha dañado el funcionamiento económico e institucional, provocando serios problemas de gobernanza cuyo último capítulo ha sido la petición de renuncia de la Ministra de Justicia por “desprolijidades” en la tramitación de un indulto a 12 condenados por delitos cometidos durante la “revuelta” de 2019, así como de un exFMR, doblemente indultado y rematado. Es decir, curiosamente, para “cumplir compromisos” adoptados con ocasión de su programa de primera vuelta y saludando a los gestores de la revuelta de 2019. Un hecho que no responde al sentimiento de las mayorías ciudadanas, sino a la propia voluntad presidencial que, aparentemente, busca con ello no perder el apoyo político de aquellos grupos y sostener cierta armonía social.
A mayor abundamiento, el mandatario salió a encarar directamente al Poder Judicial al justificar el indulto del exfrentista debido a que “la valoración de las pruebas no estuvo a la altura de la justicia”, transformando así a la Presidencia en una suerte de recurso de última instancia que estaría enmendando errores del conjunto de los jueces que actuaron en el caso desde el Poder Judicial. Un acto casi monárquico.
Como era previsible, la afirmación -que rompe peligrosamente los equilibrios de poder de una democracia liberal en forma- tuvo no solo la justa y proporcional reacción del Poder ofendido, sino también de la Fiscalía y amplios sectores políticos de derecha y centro izquierda que entienden y comparten la democracia liberal, una que el Presidente parece siempre acatar a medias, comprensible, empero, dada su tradición cultural antiliberal e historia política. Porque, al mismo tiempo y sin considerarlo siquiera contradictorio, tras el hecho político siempre parece buscar aquietar los ánimos reiterando excusas, disculpas o acatamiento de “recordatorios”, casi hasta el hartazgo, aunque, en definitiva, aquello le permita dar un paso más en su programa octubrista, dejando el error social instalado por años y demostrándole a la amarilla centroizquierda que “todo se puede hacer” si se sabe usar bien el lenguaje.
Talvez sea por aquello que la oposición de derecha y centroizquierda haya convergido paulatina y mayoritariamente hacia un punto en el que, por primera vez, tras las ya muchas excusas, se le pide al mandatario que, dado que reconoce desprolijidad en la tramitación del indulto, acepte su error y no solo utilice como herramienta arrojadiza el viejo mecanismo del poder del “corte del hilo por lo más delgado” (como las renuncias de la Ministra Rios y de su jefe de gabinete), sino que “asuma” -como el propio Boric lo declarara- y corrija la falta revirtiendo el “desprolijo” proceso para reanudar una nueva y correcta tramitación.
Una decisión de esa naturaleza posibilitaría, por lo demás, que la mesa de seguridad oficialismo-oposición que desarmó la inconsulta determinación presidencial, pudiera volver a reunirse para dar paso hacia una más rápida y eficiente tramitación de los diversos proyectos legales en favor de la seguridad ciudadana, los que se han visto deteriorados por una acción que, por lo demás, sus eventuales beneficiarios ni agradecen ni le sirve para apoyar una mejor gobernanza si se creen las declaraciones de uno de ellos que a la salida de la cárcel y mirando a la cámara instó a “no bajar los brazos, a no dejar las calles, a no claudicar y mantener el espíritu insurrecto, pues, mientras haya miseria y desigualdad, habrá rebelión”.
Es decir, de vueltas al siglo XIX, dados los inmedibles relativos contenidos en los conceptos de miseria y desigualdad, la insurrección – no la ley, no la razón, los derechos, ni la democracia en funcionamiento- es el mecanismo que posibilita justicia (una que, además, según el propio Presidente, falla de modo injusto). Un relato que, a pesar de todo lo ocurrido en el mundo del igualitarismo y socialismos de toda especie, parece continuar en la anacrónica ruta lógica dictada hace ya casi dos siglos por los teóricos del “socialismo científico” o socialismos nacionales y que siguen al pie de la letra neosocialistas latinoamericanos del siglo XXI: la violencia es la partera de la historia y la dictadura instaurada, encabezada por el líder carismático y el partido, su máxima expresión salvífica.
Pero no se debería olvidar que la “oclocracia” es la última fase de la desintegración institucional democrática liberal y que sus protagonistas no solo pueden ser los hijos de revueltas izquierdistas, sino también quienes, desde la extrema derecha, ven en sus instituciones, la raíz de sus malestares. EE.UU. y Brasil ya han dado indicios de ese mal. (Edit NP)



