Balance ampliado de una conmemoración

Balance ampliado de una conmemoración

Compartir

Está claro que la realidad hemisférica muestra un balance con democracias precarias: un expresidente golpista en los Estados Unidos y, en América Latina, tres dictaduras en forma, más  una veintena de expresidentes y exvicepresidentes acusados, procesados y/o condenados por corrupción.

Con ese cuadro a la vista, la tentación antidemocrática suele encarnar en políticos de ocasión o en líderes populistas alérgicos a los consensos, que reemplazan las ideologías de antaño por ideologismos de andar por casa. Por inercia y porque sus estilos se parecen, los periodistas suelen definirlos como “derechistas” o “izquierdistas”. Hoy lo tienen más difícil con el “liberal-libertario” argentino Javier Milei, para quien no hay casillero que valga.

Como correlato, partidos políticos tradicionales -liberales, conservadores, apristas, copeyanos, adecos, democratacristianos, radicales- viven a medio morir saltando y tratan de reciclarse con ofertas electorales a la baja o apoyando candidatos que representan minorías identitarias con lealtades aleatorias. No importa quien gane, esto plantea un problema superlativo: la extrema dificultad -o imposibilidad- para inducir consensos en temas de genuino interés nacional.

El no tema militar

Chile no es una excepción gloriosa. Tras el retorno a la democracia esa crisis comenzó a visualizarse cuando los políticos se resignaron a administrar el poder, soslayando políticas públicas que los perjudicaran en las encuestas, aunque nos acercaran a la reconciliación. Esto es, a la coexistencia pacífica de las víctimas de la dictadura o sus descendientes con los militares y con aquellos civiles que el Presidente Sebastián Piñera calificara como “cómplices pasivos”. Cabe advertir que el concepto de coexistencia pacífica no equivale al de impunidad jurídica.

En una línea supuestamente pragmática, nuestros políticos surfearon sobre el déficit educacional, no complementaron la reparación a las víctimas del 11-S con la docencia imprescindible y, quizás lo más grave para el largo plazo, descontinuaron las políticas de acercamiento con las Fuerzas Armadas implementadas por los primeros tres gobiernos de la Concertación.

Así fue como en el gobierno de la Nueva Mayoría volvió a frasearse el lema “ni perdón ni olvido” y se asumió, sin ruido, un caso emblemático: el procesamiento del excomandante en jefe del Ejército, general Juan Emilio Cheyre. El Poder Judicial, antes reprochado por el Presidente Aylwin por su renuencia a procesar jefes militares violadores de derechos humanos, ahora procesaba al primer jefe militar que reconoció responsabilidad institucional al respecto. Además, el mismo que introdujo la enseñanza de los derechos humanos en las academias castrenses y proclamó el “nunca más” en paralelo con el Presidente Ricardo Lagos.  Agréguese que se le juzgó por presunto delito cometido cuando era un teniente de 23 años.

Al margen de que Cheyre fue absuelto, ese juicio creó un clivaje soterrado en las Fuerzas Armadas. Por una parte, el procesado aparecía como un desleal para los viejos estandartes pinochetistas, en especial los que ya estaban procesados o en la cárcel especial de Punta Peuco. Por otra parte, catalizaba la frustración de los nuevos altos mandos, respecto a las posibilidades de hacer nuevos “gestos” pro-reconciliación. En entrevista para El Mercurio y vinculando el tema con las recurrentes gestiones para cerrar Punta Peuco, el general Oscar Izurieta -sucesor de Cheyre- dijo que “es como si no hubiésemos hecho nada”.

La reconciliación nacional se convirtió, entonces, en un artefacto postergable sine die. Como me extrañó que los políticos incumbentes no captaran esa arista de la noticia, un agudo periodista me la explicó con una sola frase: “Los militares ya no son tema”.

Señales ominosas

Nuestros políticos ignoraron, entonces, ese realismo clásico de Maquiavelo, según el cual “los principales cimientos en que asentar un Estado son las buenas leyes y los buenos ejércitos”. Como resultado inmediato, comenzó a esfumarse la política de profesionalismo participativo de las Fuerzas Armadas, iniciada por el Presidente Eduardo Frei-Ruiz Tagle y continuada por el Presidente Lagos.

Como efecto colateral, aquello contribuyó a que la díada izquierdas-derechas se fundiera en el concepto ómnibus de “clase política”. Esto equivalía a un alineamiento reversible, según el cual el programa de unos se reducía a impedir que ganaran los otros. En paralelo, el centro político se hizo insignificante, aumentó la polarización antisistémica y disminuyó el prestigio de la democracia. Defunción, por tanto, de la “democracia de los acuerdos” de los años concertacionistas..

Pocos captaron que, ante ese paisaje, los jóvenes políticos emergentes afirmarían una superioridad moral y política sobre los actores visibles del sistema: gobernantes, militantes de partidos tradicionales, jueces, militares, policías, empresarios. Todo esto con modos y retórica que hacían recordar a los clásicos del anarquismo. “La juventud se emancipa poco a poco, arroja los prejuicios por la borda (…) la única iglesia que ilumina es la que arde”, decía Kropotkin, a fines del siglo 19.

Era un conjunto de vientos que anunciaban la tempestad: la revuelta del 18 de octubre de 2019, un intento de “golpe de Estado no tradicional”, según el expresidente Piñera.. Su secuela fue una Convención Constitucional que llegaría a cuestionar la existencia misma del Estado-nación.

Después de la tormenta

El efecto más notable, después de esa tormenta casi perfecta, fue que la polarización política se normalizó. Esto lo captamos a plenitud con motivo del 50 aniversario del 11-S. Específicamente, cuando el Presidente Gabriel Boric creyó posible lanzar, desde fuera de Chile, una onda de buena transversalidad que cruzara a los descendientes duros de vencedores y vencidos.

Pronto se vio que el trágico 11-S no era un hito histórico que convocara a darse la mano, sino una muralla china entre el gobierno de Salvador Allende y la dictadura de Augusto Pinochet, que cruzaba el tiempo y las emociones. Irreductibles de ambos lados lo percibían como epítome de la Historia, incluso si el sector juvenil lo conocía sólo de segunda o tercera mano. Medio siglo sin reconciliación se había convertido en costumbre.

En esas circunstancias no bastaba invocar el cuidado de la democracia, el respeto a los derechos humanos o el “nunca más un golpe de Estado” para que la polarización desapareciera como por encanto.  Para conmemorar los 50 años se requería una estrategia en forma que conjugara tiempo, docencia, verdad, diplomacia y negociación de consensos.

A falta de esa preparación, la buena intención chocó contra la muralla. En el brevísimo plazo, el Presidente Boric debió aceptar la renuncia de Patricio Fernández, su encargado del programa. Este fue acusado por organizaciones de derechos humanos como “negacionista”, por tener una mirada más nacional (racional) que sectorial (emocional). Es decir, por querer aludir a las causalidades o errores del gobierno de Allende, en vez de concentrarse en los horrores de la dictadura de Pinochet.

Y eso no fue todo. En la mera víspera del 11-S y con el Presidente en el escenario, violentistas organizados y enardecidos atacaron el palacio de La Moneda e incendiaron “mausoleos enemigos”  en el Cementerio General. En ese clima, el acto solemne del día siguiente sólo pudo tocar las fibras emocionales de un sector, dejando intactos los antagonismos instalados.

Como dijeron los analistas de medios, el presidente terminó dirigiéndose a su “tribu del 30%”, confirmando lo que el mismo dijera días antes: “El ambiente está eléctrico” y “hoy es muy difícil conversar”.

Paradigma académico

Por contraste, tres días después nuestra Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales presentó el libro “A 50 años del 11 de septiembre de 1973”, con aportes variopintos de 17 de sus miembros numerarios. Fue fruto de una propuesta de su presidente Jaime Antúnez, para quien debíamos salir al aire dada la gravedad del momento que vive la democracia chilena.

Este libro muestra lo que debiera ser normal en una democracia sana: la posibilidad de conversar y debatir sobre los temas más conflictivos, como individuos o desde distintas tribus del pensamiento, con el objetivo de transferir experiencias profundas. Sus autores son (somos) juristas, economistas, historiadores, sociólogos, escritores, periodistas, religiosos y masones. Algunos con columna de opinión en medios gravitantes. Otros con participación destacada en distintos gobiernos, incluyendo el de Pinochet.

Además, para todos -mayorcitos que somos- el 11-S no era un relato sino una vivencia.

O’Higgins y Vietnam

Lo sucedido me activó una vieja sospecha: los chilenos somos un país de rencores largos y abuenamientos cortos. Baste pensar que, en rigor, Bernardo O’Higgins es un padre póstumo de la patria. Sus restos sólo volvieron a Chile 26 años después de su muerte y 45 años después de iniciado su exilio en el Perú. A propósito de su antagonismo con los hermanos Carrera, Pablo Neruda sintetizó ese talante rencoroso en un solo verso: “Pasan y pasan los años la herida no se ha cerrado”.

Es una de las claves ocultas de lo que nos pasa. Soñando con la justicia absoluta -que en algo se parece a la revancha-, algunos chilenos se perciben en “el lado correcto de la historia”. Otros chilenos, convencidos de que el golpe de Pinochet era inevitable, no condenan los horrores del 11-S ni de los años que vinieron. Y algunos hasta los explican. Con ello, ni la historia ni las heridas pueden cerrar.

Esto me hace recordar mi experiencia en vivo y en directo con la larga y cruenta Guerra de Vietnam. Mientras la dirigencia vietnamita in situ sabía que su éxito sólo podía ser político y darse en el corazón de los Estados Unidos, líderes emocionales de nuestra región querían reproducir esa guerra -“crear muchos Vietnam”-, para acabar militarmente con el imperialismo y construir el socialismo de una buena vez.

Tras el retiro de las fuerzas norteamericanas, con millones de víctimas y con el país asiático devastado, dirigentes vietnamitas y norteamericanos iniciaron en el corto plazo una estrategia de acercamiento gradual. Su éxito ha sido casi milagroso. Leo en El Mercurio de este 11 de septiembre que el Presidente de los EE.UU. y el Primer Ministro vietnamita “firmaron un acuerdo que eleva la relación bilateral a asociación estratégica”.

Fue una reconciliación con una mezcla inextricable de MRSD: Memoria, Reparación, Sabiduría y Diplomacia.

Transición al realismo

Aquello debiera advertirnos algo que no dimensionamos desde nuestra fértil provincia: tanto en 1973 como ahora, el 11-S puso a Chile en la primera plana de la política mundial.

Tras el golpe, a ambos lados de la Guerra Fría se brindó solidaridad generosa a las víctimas y se rindió homenaje ecuménico a Salvador Allende. Además, en Europa se produjo un importante efecto político que aquí nunca analizamos a cabalidad. Con base en la experiencia chilena, el jefe comunista italiano Enrico Berlinguer lideró la conversión a la democracia real y alternante de los potentes partidos comunistas de Italia, Francia y España. Fin, por tanto, de sus programas maximalistas con base en la dictadura del proletariado. Fin, por añadidura, del liderazgo ideológico, místico y político de la Unión Soviética, que aún era una superpotencia vigente.

Ahora, basta asomarse a internet para apreciar que el interés por la política de Chile ha renacido y se ha potenciado en todos los países que resienten la fragilidad endógena de sus propias democracias. Por vía de ejemplo, transcribo el siguiente párrafo de un mail que me enviara, desde España, el mismo día 11, mi sabio amigo Jesús María Alemany, hijo ilustre de la Autonomía de Aragón:

“Hoy todos los medios están repletos de comentarios sobre el 11-S y Chile / Pero creo que no es un asunto sólo de Chile, sino de la situación internacional / Un tsunami de irracionalidad y pura emotividad hace perder el sentido común necesario para dialogar antes que negociar”.

Desde que volví del exilio, 17 años después del 11-S, creo que ese es un punto vital y lo ilustro en mi cátedra universitaria con el siguiente pensamiento de Einstein: “En las relaciones humanas únicamente se puede actuar con inteligencia si se hace un intento por comprender los pensamientos, las motivaciones y las percepciones del otro”.

La moraleja de este balance ampliado es sencilla: nuestros políticos actuales deben aprender a pasar desde la simplicidad de sus utopías a la complejidad de nuestra sociedad. La retórica de la unidad no basta. (El Líbero)

José Rodríguez Elizondo