El debate presidencial de esta semana constituye un buen ejemplo de lo anterior. Vimos allí a los candidatos más preocupados por interpretar un rol que por comunicar su verdadera identidad. Solo dos de ellos —Eduardo Artés y Johannes Kaiser— parecieron interesados en mostrarse como son. El resto, desde el histrionismo recargado de Marco Enríquez-Ominami hasta la medida cautela de José Antonio Kast, optó por representar un papel. El problema es que el personaje terminó opacando a la persona, evitando que esta se mostrara y ocultándola detrás de un disfraz cosido a la medida por los expertos en comunicación electoral.
Precisamente eso es lo que parece haberles sucedido a Jeannette Jara y Evelyn Matthei. Por diferentes razones, ambas pretenden interpretar el escasamente convincente rol de componedoras buenistas. La primera está tan ansiosa por disipar las dudas que surgen a raíz de su militancia partidista, que se ha transformado en una comunista muy poco creíble. La segunda, que hizo carrera gracias a su lenguaje directo y duro, ahora recurre a palabras melifluas con la intención de marcar diferencias respecto de la rigidez discursiva de Kast, su némesis. Al final, ambas corren el riesgo de traicionarse a sí mismas y ser descubiertas por un público que puede resultar no tan iluso como parecen creer sus asesores.
Lo paradójico es que, al recurrir a estas tácticas distractoras, los candidatos dejan de lado los rasgos que los llevaron a estar en situación de competir por La Moneda. Nadie apoya a Kast por ser calculador y temeroso o a Jara y Matthei por ser tiernas palomas que se victimizan cuando las atacan y caminan juntas como hermanas por la contienda electoral. No son esos rasgos impostados los que pusieron a estos candidatos en el lugar que hoy ocupan. El primero se traiciona por mezquindad; las otras dos, por ambición. Los tres terminan siendo una maqueta de sí mismos. Un modelo plástico que comete pocos errores, pero que tampoco acierta y no entusiasma.
En política, como en casi todo, la improvisación es castigada. Por el contrario, la autenticidad resulta a menudo premiada. Esta no consiste en tratar de agradar y nunca quedar mal con nadie, sino en ser leal con uno mismo y mostrarse ante la opinión pública sin filtros distorsionadores.
La impostura se ubica a poca distancia de la mentira. Como se sabe, esta tiene las patas cortas: el rey desnudo siempre termina desenmascarado, ya sea porque otros lo acusan o porque no alcanza a cumplir con las expectativas que él mismo creó en torno a su personaje. Convertirse en un producto artificial equivale a una estéril autotraición que los candidatos deberían evitar por su bien y por el del país que uno de ellos pasará a gobernar en marzo. (El Mercurio)



