Ausentes en la tierra-Cristián Warnken

Ausentes en la tierra-Cristián Warnken

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En una escena de una novela del escritor norteamericano Thomas Wolfe (el autor de «El ángel que nos mira » y «Del tiempo y del río»), un personaje que viaja en un tren mira el paisaje pasar a través de su ventanilla, observa la luna fija en el cielo y tiene una suerte de epifanía de la «presencia» del hombre en la tierra. Pero concluye que «todo esto permanecerá sobre la tierra» (la luna, los árboles, el cielo), pero no el hombre, que es pasajero.

La certeza de Wolfe de que la naturaleza sobrevivirá al ser humano ya no es sostenible en estos días. No sabemos si la tierra tal y como la conocimos, con sus prodigiosas transformaciones, con sus estaciones marcadas, el espectáculo de los campos de trigales ondeando en el viento (esos que Wolfe amaba y describía con fruición), seguirá siendo la misma que admiramos en nuestra infancia y que nuestros padres conocieron.

No es necesario ser milenarista ni apocalíptico (ni chino, Mr. Trump) para darse cuenta de que hay cada vez más anomalías climáticas, que el desierto avanza, que los incendios se multiplican, que las oleadas de frío en los inviernos comienzan a ser extremas, que hay pájaros que ya no volverán a cantar en nuestro jardín, que las mariposas se fueron y que tal vez no regresarán. Hasta los árboles recios y milenarios, a los que nos arrimábamos para buscar sombra, bisabuelos de madera que parecían imperturbables ante el frenético movimiento humano, hasta ellos se han vuelto frágiles y su futuro, incierto.

Jorge Teillier, poeta de Lautaro de Chile, decía mientras caminaba como un exiliado por las calles de Santiago: «Las ciudades son accidentes que no prevalecerán ante los árboles». Jorge Teillier no alcanzó a saber que las araucarias, árboles sagrados del sur, están muriéndose, no por tala ni quema, sino porque el aire que los cobijaba tiene menos humedad. ¡Las araucarias están muriéndose y nadie dice nada! Esa dramática noticia se pierde en el mar de información en que hoy navegamos. Para Teillier y su generación, esto habría sido un drama porque él participaba de la misma seguridad, de la certeza ingenua de Wolfe.

Hoy día sabemos que muchas ciudades desaparecerán bajo el agua, pero también que los paisajes -tal como los conocimos- ya no serán los mismos y tal vez el último pasajero del último tren mirará por su ventanilla para despedirse de lo único que parecía eterno en el perpetuo cambio: la «buena tierra». En realidad, solo conoceremos la tierra (o la conocerán nuestros descendientes) cuando la hayamos perdido. Cuando algunas regiones de nuestro planeta se parezcan a esos paisajes desolados descritos en los cuentos de ciencia ficción de Ray Bradbury, en los que la sequedad extrema tiene algo de metafísico, entonces sentiremos nostalgia de la tierra.

Yo ya estoy empezando a sentir esa punzante nostalgia por anticipado y por eso he vuelto a abrazar a los árboles con amor, como cuando era niño. Todos debiéramos hacerlo. Árbol, flor, musgo, enredaderas, viento, todo debiera ser una despedida. Bashoo, escritor de haikus, maestro zen que recorrió Japón a pie en el siglo XVII, debe partir lejos y presiente que ese va a ser el último viaje, se detiene frente al río que va a cruzar y escribe: «La primavera pasa/ lloran los pájaros/ y hay lágrimas en los ojos de los peces». ¿Y nosotros?

¿Y nosotros, no vemos las lágrimas en los ojos de los pájaros, no oímos ese llanto casi silencioso de un coro de plantas, insectos y animales que saben que ya no volverán nunca más? ¿Solo un milagro puede salvarnos? ¡Milagro perdido, vuelve a nosotros, antes que se incendie a nuestro alrededor esa tierra húmeda en la que nos arrodillamos algún día para besarla como la besan los que regresan después de una larga ausencia! Sí, porque estos miles de años de devastación demencial e inconsciencia han sido los años de nuestra ausencia en la tierra. Y nosotros, los pasajeros, ya no tendremos adonde regresar (El Mercurio)

Cristián Warnken

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