Este enero de 2025 se conmemoran los 80 años de la liberación por parte del Ejército Rojo del campo de concentración más famoso de la Alemania nazi: Auschwitz. En realidad, esa palabra, que se ha convertido en el símbolo indiscutido del mal absoluto, sintetiza las tres instalaciones que la ocupación alemana edificó en las cercanías del río Vístula, en Polonia: Auschwitz I, Auschwitz II, más conocido como Birkenau, y Auschwitz III, Monowitz, un complejo dedicado a la muerte.
Según el historiador alemán Nikolaus Wachsmann, autor de una monumental investigación sobre los campos de concentración del nazismo, allí los nazis perfeccionaron sus métodos de matanza industrial, aunque evidentemente no fueron estos los únicos, ni siquiera los principales, centros de exterminio de los judíos europeos. Quizás la fama de Auschwitz se deba al hecho de que en un momento se convirtió en el destino de las deportaciones hacia la muerte de húngaros, franceses, belgas, italianos, croatas, noruegos, checos, griegos y holandeses y que estuvo en funcionamiento durante más tiempo que otros como Belzec, Solibor o Treblinka, este último también liberado por las tropas soviéticas acompañadas entonces por el escritor ruso Vasily Grossman, quien dejó un estremecedor testimonio de los horrores del Lager.
El proceso del holocausto —la destrucción de las comunidades y población judía en Europa— fue lento y complejo. No fue solo la loca idea de un psicópata, sino un programa impulsado sistemáticamente con medidas cada vez más radicales y profundas. Se inició con leyes discriminatorias hasta llegar a la “solución final” de las cámaras de gas, pasando por el encierro en ghettos, violencia callejera y asesinatos selectivos. Fue, sin embargo, la invasión de la Unión Soviética —la Operación Barbarroja, iniciada en 1941— la que marcó el momento más dramático y definitivo de esta política. Allí, los fusilamientos de los judíos en edad militar fueron reemplazados por operaciones de exterminio y limpieza étnica generalizada en que las víctimas eran esta vez mujeres, niños y ancianos. En Ucrania fueron varios los pueblos arrasados y en los territorios ocupados, especialmente en Polonia, se inició la construcción de los campos de exterminio y se desarrollaron matanzas que acabaron con comunidades judías de larga tradición e importancia cultural.
Ya en 1942 el programa genocida de los nazis estaba en pleno desarrollo: asesinos experimentados provenientes del programa de “Eutanasia” o de reconocidas prácticas criminales se hicieron cargo de los nuevos campos. Odilo Globocnik, uno de los más crueles y obsecuentes servidores de Himmler, se hizo cargo con entusiasmo de la tarea que le entregó su amo de las SS: desde todos los territorios ocupados llegaban día tras día los trenes cargados con cientos de miles de judíos a los campos de exterminio, donde sobrevivían apenas unas cuantas horas, especialmente si eran considerados no aptos para trabajar.
Se estaba cumpliendo el programa de Reinhard Heydrich expuesto en la muy famosa reunión de Wannsee, donde se explicó la “solución final”. En una primera instancia, esta consistía en esclavizar a la población judía de los territorios ocupados y hacerlos trabajar —en reemplazo de los cada vez más escasos presos soviéticos— en obras de infraestructura hasta la muerte, lo que Heydrich expresaba de esta manera: “sin duda, un gran número de ellos abandonará a causa del desgaste natural”.
La llegada masiva de trenes cargados de judíos obligó en 1942 a construir un gran crematorio en Birkenau, capaz de reducir a cenizas ochocientos cuerpos en 24 horas. El periplo de las víctimas es conocido: prolongados y extenuantes viajes en trenes saturados de personas hambrientas y desesperadas, llegada a estaciones donde se seleccionaba a los aptos para esclavizar, recorrido en fila acompañados por amables vigilantes, hasta el lugar en que eran desvestidos y afeitados; una vez que las salas estaban abarrotadas de hombres, mujeres y niños desnudos, las puertas se cerraban herméticamente y el médico de las SS ordenaba que se lanzara el gas. Cuando los gritos se habían acallado, se esperaba que el gas se disipara para que entraran los miembros del “comando especial”, integrado también por prisioneros judíos, a hacer su triste trabajo, recolectar el oro de los dientes y cargar los cuerpos hacia el crematorio. Era el final de un día cualquiera en el Lager.
Es bueno recordar estos hechos en estos días en que se banalizan conceptos clave para entender y juzgar el horror. (Emol)
Ricardo Brodsky



