Atribuciones presidenciales, separación de los poderes y eficacia

Atribuciones presidenciales, separación de los poderes y eficacia

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Hace unas semanas propusimos que la discusión sobre el régimen político en la futura Constitución debe considerar al menos tres niveles: (i) la separación de los poderes del Estado; (ii) la relación entre la ciudadanía, el acto de votar y la elección del Ejecutivo; y (iii) la distribución de las responsabilidades institucionales. En esta columna quisiéramos volver sobre el punto (i) y complementarlo con dos cuestiones: la separación de los poderes como condición de su equilibrio, y el peligro que entraña sobredimensionar el papel de una malentendida “eficacia”.

A diferencia de las monarquías absolutas de los siglos XVII y XVIII, la presidencia de la República en Chile se construyó no en base a facultades abstractas, sino a partir de atribuciones concretas y taxativas. En efecto, ya en las constituciones de 1828 y 1833 aquellas aparecen claramente enumeradas y limitadas (véase “Máquina del tiempo” en www.plataformaconstitucionalcep.cl). De ahí que, al menos en teoría, los Presidentes no puedan salirse del marco expresamente regulado por la normativa constitucional, por mucho que sus atribuciones abarquen cuestiones de muy distinta índole (por supuesto, ese no es el caso de las dictaduras, cuya obediencia a la Constitución es, con suerte, nominal).

La historia constitucional demuestra que algo similar ocurre con las facultades del Congreso, las que son igualmente delimitadas. Que ello sea así es coherente con la clásica separación de los poderes, en la que ninguna autoridad o cuerpo administrativo puede ponerse por sobre la ley ni ejercer una influencia desmedida. En ese sentido, la separación es más que una mera declaración teórica en favor de la igualdad ante la ley: en muchos casos, actúa de contrapeso para que los poderes no se excedan mutuamente. Equilibrarlos es consustancial a una democracia constitucional, vale decir, a un sistema político sometido al Derecho y no a la sola voluntad de quienes nos gobiernan.

Llegamos acá al problema de la “eficacia”. ¿A qué se refiere en general la literatura con este concepto? Un primer sentido dice relación con acatar y cumplir a cabalidad las normas, y que la infracción sea efectivamente sancionada. La segunda, en tanto, es estrictamente política: tiene la aspiración de que las pretensiones de las mayorías se traduzcan en leyes. Para algunos, ambas eficacias pasan por disminuir al máximo la tensión entre el Ejecutivo y el Legislativo, para lo cual habrán de actuar en conjunto y de manera fusionada. Para otros, entre los que nos contamos, la eficacia es solo uno más entre muchos fines. Tanto o más importante será que las minorías no sean del todo abandonadas a su suerte, y que dispongan de algún grado de representación.

En nombre de la eficacia han surgido voces en el país que, en realidad, lo que buscan es concentrar la toma de decisiones a través de la unificación del binomio Ejecutivo/Legislativo. Hay casos internacionales que en la actualidad demuestran que dicha concentración bien puede devenir en arbitrariedades flagrantes (e.g., Putin en Rusia, Erdogan en Turquía, Orbán en Hungría). Una posible salida es recordar que la separación de los poderes y su correcto equilibrio no solo prometen mayores niveles de desconcentración (una exigencia cada vez más presente en la ciudadanía), sino también una eficacia de más largo aliento y desligada de los vaivenes de las circunstancias.

En los próximos días, cuando la Convención Constitucional comience a discutir las diferentes propuestas de articulado para el régimen político, se hace perentorio que nuestros convencionales logren combinar los valores del constitucionalismo democrático, enfatizando tanto la eficacia del poder como el contrapeso de los poderes. (El Mercurio)

Juan Luis Ossa
Joaquín Trujillo

Investigadores CEP

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