En la admisión pasada esa exigencia fue de 502 en el promedio de las pruebas obligatorias al igual que en los dos procesos previos. El cambio parece muy abrupto. Pero ello está ocurriendo porque se torció la ley que, en rigor, definía que en la transición se iban a exigir 592 puntos (percentil 50 de la distribución de dicho promedio). Se aprovechó el cambio desde la PSU a la PAES, y el consiguiente cambio en la escala de puntajes, para sancionar el engaño.
El proyecto de ley busca amortiguar el impacto y llegar a 592 puntos solo en la admisión 2030 (no a los 626 definidos para este año). En esta lenta progresión se quiere poner la exigencia en 542 puntos para esta admisión (equivalente, después del cambio de escala, al mínimo de postulación en 2016 a todas las universidades y programas que participaban en el sistema único de admisiones). Es decir, un retroceso de envergadura.
Se anuncian diversos problemas si no se sigue este camino. Todos ellos exagerados y sin ningún fundamento riguroso, incluyendo el déficit docente.
Mientras tanto, la preocupación por la calidad de la educación, sustento de la política original, brilla por su ausencia.
Aunque discutible, quizás se pueda aceptar una gradualidad acotada, pero solo si se retoma el espíritu original. En esa perspectiva puede ser razonable pensar en los siguientes tres procesos de admisión, incluyendo el actual, en exigencias escalonadas para el promedio de las pruebas obligatorias de 562, 592 y 626 puntos, equivalentes a los percentiles 40, 50 y 60 de esa distribución.
Volvamos a poner el foco en asegurar los mejores docentes posibles para nuestras aulas.
Harald Beyer
Escuela de Gobierno, UC



