En marzo de 2020 se cumplirán 10 años de la Carta de Benedicto XVI a los católicos de Irlanda. Esta podría considerarse como el inicio de la toma de conciencia del devastador drama de los abusos en el seno de la Iglesia. A lo largo de esta década, ha habido algunas personas e instituciones intraeclesiásticas que han dado lo mejor de sí para avanzar aportando tiempo, trabajo duro y, muchas veces, incomprensiones.
Sin embargo, pienso que aún estamos lejos de comprender y atacar el núcleo del problema. Por eso, 10 años han pasado y los abusos, negligencias y encubrimientos nos siguen y seguirán acompañando.
La mayoría de los abusos sexuales se dan en el contexto del abuso de conciencia y de poder sobre niños y adultos hechos vulnerables por culturas de obediencia y confianza ciega en una estructura insana de autoridad espiritual o eclesiástica. El abuso de poder y de conciencia “en el nombre de Dios” produce —por sí solo— un daño inmenso en las personas; muchas veces irreparable y con gravísimas consecuencias para la vida y salud mental de las víctimas.
El número y la extensión de los abusos de conciencia y poder en contextos eclesiales es desconocido, pero enorme. Y es el problema de fondo. Solo en algunos casos estos derivan en abuso sexual. Por lo mismo, y por la falta de estudio y autoanálisis crítico, se hace mucho más difícil denunciarlos y demostrarlos, manteniéndose ocultos y encubiertos. Esto ha creado un vasto escenario de destrucción psicológica. Considerando esto, hay algunas interrogantes que, pienso, debieran interpelarnos como católicos.
1. No se ha iniciado una reflexión seria y profunda sobre el ejercicio de la autoridad en la Iglesia; sobre su alcance y sus límites, y sobre el respeto irrestricto a la libertad de la persona humana y de su conciencia, enunciado por el magisterio (GS 16-17, Catecismo de la Iglesia Católica 1730). Resulta incomprensible que a estas alturas no exista una definición de abuso de conciencia. ¿Negligencia o temor ante un debilitamiento de poder?
2. Se mantiene una permisividad implícita para que muchos movimientos, prelaturas personales, congregaciones, institutos seculares y ambientes parroquiales —donde la cultura de abuso de poder y de conciencia es muy evidente, tanto por su funcionamiento como por los heridos que ha dejado en el camino— sigan funcionando con toda libertad sin que se realice ninguna revisión.
3. Si bien algunas diócesis y conferencias episcopales han adoptado —con mayor o menor éxito— protocolos de prevención, atención a víctimas y denuncias, hay dicasterios de la sede apostólica cuyo hermetismo atenta contra la confianza de quienes han recurrido a ella para denunciar. Algunos ejemplos: a pesar de las nuevas disposiciones, denunciar a un obispo o a un cardenal es un proceso casi imposible. En las denuncias referidas a movimientos, prelaturas personales, congregaciones o institutos seculares, en general no se acusa recibo de las denuncias, no se conocen plazos de los procesos y no se informa oportunamente a las víctimas —si es que se hace—.
Las víctimas muchas veces se enteran por la prensa de decisiones incomprensibles respecto de sus casos, lo que las revictimiza y aumenta su dolor. De las dimisiones episcopales —como las ocurridas en nuestro país— no se conocen las causas, y otras se justifican solo con los plazos de edad, lo que permite que obispos dimitidos y cuestionados sigan participando abiertamente en las actividades diocesanas y del clero.
En esta misma línea, resulta incomprensible que diversos temas se traten en sínodos que duran casi un mes, mientras que la pandemia de los abusos en una “cumbre” de solo cuatro días (febrero de 2019). En ella, apenas se tocaron los temas de abusos de poder y de conciencia.
4. Luego del informe Scicluna, el Papa Francisco denunció la existencia en la Iglesia chilena de una “cultura de abuso y encubrimiento”. Para subsanarla, vendría una serie de “medidas de corto, mediano y largo plazo”. Luego de algunas medidas inmediatas, hemos visto detenida la intervención en nuestra Iglesia. La mayor parte de los obispos siguen renunciados, y el resto de las diócesis está con administradores apostólicos provisorios.
Muchas…, demasiadas personas, que han sido víctimas de abuso sexual, de poder o de conciencia en contextos eclesiales y que han sido revictimizadas por indiferencia, negligencias o encubrimientos, están perdiendo lo que una vez llenó sus vidas de sentido y de esperanza: la fe. Es un hecho que nuestras iglesias se están vaciando.
Jesucristo indica el sentido de su misión: anunciar a los pobres la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos, devolver la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos… (Cfr. Lc 4,18). Demasiadas personas han tenido en la Iglesia la experiencia opuesta. Si no actuamos frente al urgente clamor por cambios y medidas radicales para restaurar una cultura eclesiástica según el Evangelio, seguiremos —como Iglesia— dañando gravemente a personas, y traicionando la misión de Cristo, que es dar Vida al mundo.
Como católicos —especialmente las nuevas generaciones— tenemos la alternativa de abandonar la Iglesia, o de tratar de ser un flujo de vida nueva que de modo apasionado trabaje por renovarla, y que interpele a la jerarquía para volver al Evangelio de Jesucristo y a su pasión por dar Vida en abundancia al ser humano. “La Iglesia somos todos”, se nos dice. ¡Cobremos esta palabra! (El Mercurio)
Eugenio De La Fuente Lora
Sacerdote Diocesano