A la calle

A la calle

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¿Qué es mejor para la política: que los ciudadanos se queden en sus casas rumiando su bronca contra la clase política y empresarial, o que salgan a la calle a manifestar su indignación contra el deterioro de lo público?

Para la política, entendida como algo más que el mero poder político, por supuesto que es mejor que los ciudadanos, de manera pacífica y cívica, hagan la catarsis colectiva, ocupen el espacio público, obliguen a reinventar la política.

Para los partidos políticos tradicionales, para el gobierno y la oposición -cuando estos se reparten el poder en partes iguales-, claro que es mejor que los ciudadanos se queden en casa.

¿Se puede resolver la crisis de confianza de la magnitud que estamos viviendo solo con comités o acuerdos de alto nivel entre cuatro paredes?

Es verdad que no es sano para la democracia que todo se esté resolviendo permanentemente en la calle, en un estado de agitación jacobino. Pero hay momentos en que es importante que se escuche la voz del pueblo, para que esta no degrade en grito explosivo o en murmullo escéptico, paralizante y corrosivo.

En Chile, los escándalos ya colmaron la paciencia del sentido común: hay una desmesura en las colusiones, las máquinas político-empresariales y los abusos del nepotismo que terminaron por irritar hasta al más indiferente.

Los ciudadanos de a pie nos estamos convirtiendo todos en taxistas argentinos (claro que sin su talento narrativo) y corremos el riesgo de repetir como ellos el clásico «todos los de arriba roban», y «si todos roban, ¿por qué yo no?». ¿No será más sano y purificador que una expresión organizada de ese malestar ciudadano encuentre una salida activa y creativa a la indignación?

Yo prefiero esa segunda alternativa, porque ella significa que la política es mucho más que lo que parece nos han hecho creer los «políticos» profesionales. La política es lo que pensó hace milenios Aristóteles, no lo que los operadores de esta han hecho con ella. ¿Y qué dijo el estagirita de la política? Que la felicidad de los ciudadanos (y no solo en un sentido económico, sino también espiritual) era su objetivo superior.

El mismo Aristóteles clasificó los diferentes tipos de constituciones y distinguió una forma buena -en la cual quien gobierna vela por el bien de los gobernados- y una forma corrupta, en la cual quien gobierna solo vela por su propio bien. No hay que saber mucho de filosofía para darse cuenta de que, lamentablemente, es esta segunda forma -por más que nos duela el orgullo- la que terminó cristalizando en estas décadas en Chile, país que creíamos ingenuamente inmune a la oleada de corrupción continental.

Aristóteles sería el primero en salir a la calle, al ágora, encabezando a una multitud de ciudadanos no resignados a ser meros espectadores pasivos de una decadencia en curso.

Hace unos días, en Brasil, millones, y de manera impecable, salieron a la calle a decir «basta». La demanda es muy clara y está dirigida a la clase política (a estas alturas «politocracia»): «devuélvannos la política». Antes de que sea demasiado tarde. Y nosotros, ¿por qué no hacemos lo mismo y les damos una lección de civismo a quienes lo perdieron hace tiempo, por su adicción al poder?

En España, dos movimientos nuevos, «Ciudadanos», desde la ciudadanía que antes votaba la derecha, y «Podemos», desde la ciudadana que votaba la izquierda, están poniendo en jaque a los partidos monopólicos.

Me imagino una multitud de chilenos de todas las tendencias marchando detrás de una sola bandera, la de la probidad y la virtud republicanas, en un acto cívico que cambiara el actual estado de ánimo del país y que nos reencontrara con nuestra esencia más profunda, antes que la avidez y el amor al dinero y al poder lo distorsionaran todo. Solo un ritual pacífico y contundente como ese posibilitaría un nuevo comienzo. Porque la verdadera política comienza cuando los ciudadanos podemos.(El Mercurio)

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