Una sociedad de inspectores

Una sociedad de inspectores

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Los encapuchados que provocaron la muerte de Héctor Lara, el trabajador porteño que falleció el 21 de mayo en un edificio municipal, han sido convenientemente compensados.

Un fiscalizador de la Dirección del Trabajo ha informado del conjunto de irregularidades en que se desenvolvía el difunto, lo que, a juicio de la Dirección, justifica una severa multa al municipio. El pobre Lara queda así como una víctima del sistema; su familia seguramente será indemnizada por las culpas de la corporación municipal; el acto criminal de los «molotov boys» -quizás alguien lo afirme- en realidad habría servido para develar las monstruosas injusticias de que fue objeto el funcionario. Gracias, encapuchados, por haber dado a conocer la verdad.

Es una señal más de cómo nuestra sociedad está siendo dominada por una red de inspectores y de fiscalizadores a tiempo y dedicación completos.

El fenómeno no tiene nada de extraño. Uno de los objetivos del socialismo es instalar la desconfianza entre unos y otros. La lucha de clases que promueve se expresa también en un mensaje mil veces repetido: los poderosos te dominan y te explotan; solo el Estado puede defenderte y para eso debe saberlo todo; así podrá detener la explotación y castigar a los culpables… por vía administrativa.

Un poco de oreja y los ejemplos se multiplican.

Un emprendedor ha recibido cuatro multas sucesivas por pintar una casona abandonada en un barrio de proyección turística -inmueble que ha refaccionado de su bolsillo- en un tono que no corresponde a la paleta de colores. Pero aún no logran decirle en la municipalidad cuáles son los tonos efectivamente autorizados. Ya vendrá la quinta multa, porque obviamente la casa sigue pintada igual.

Otros, sostenedores de colegios, cuentan casos de diaria ocurrencia: que una junta de dilatación de un edificio escolar fue denunciada como una grieta y el inspector pasó la multa correspondiente por riesgo de derrumbe; que los almuerzos Junaeb mejorados con donaciones privadas fueron considerados fuera de norma: obviamente cayó la multa.

Y cómo olvidar al empresario gastronómico que es visitado por inspectores tres o cuatro veces por semana -cocinas, baños, ventilación- porque alguna vez ha firmado un papel apoyando a la derecha; por cierto su colega del boliche del frente, hombre de izquierda militante, jamás recibe fiscalización alguna. Y cuando lo conversan entre ambos, el de la gauche simplemente sonríe y compadece a su competidor.

Y viene la Superintendencia de Educación Superior.

El inspector, moderadamente necesario, bajo el socialismo queda en una posición que lo lleva a un ejercicio laboral indigno: debe encontrar las fallas a como dé lugar; llegar de vuelta con cero faltas es inaceptable. Fiscalizador que no sanciona, fiscalizador inútil, trabajo prescindible. El pobre tipo se va convirtiendo así en una lupa de cristal deforme, que solo ve lo que quiere encontrar para justificar su pega. De qué bien común ni de qué servicio público nos hablan.

Y, de paso, así se impide el vínculo entre quienes podrían desarrollar relaciones de cooperación en una sociedad sana: entre los padres de los niños y los sostenedores y directores de los colegios, entre los clientes y los dueños, entre los trabajadores y los empleadores. Si se potenciaran esos contactos interpersonales, podría dárseles a tantos reclamos una solución sin necesidad de la intervención del Estado. Sería la mayor transparencia deseable, la del diálogo de las partes, sin amenazas.

Pero no, el socialismo es justamente lo contrario: siempre estará disponible un inspector que amenace con su sombra y que sancione con su informe. Incluso post mortem.

 

Gonzalo Rojas

 

Fuente: Edición Original El Mercurio

 

Fotografía: El Mercurio

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