Septiembre ha sido siempre el momento para recordar a nuestros héroes patrios. Entre arengas y evocaciones tendemos a privilegiar a los héroes militares o a quienes han dado muestras de un valor supremo en actos que requerían de un gran arrojo físico.
Pero también hay otros héroes, personas famosas o anónimas, que han sido capaces de soportar agravios, de ceder espacios o de atreverse a cruzar el puente hacia el adversario. Ellos y ellas también son héroes. Ese heroísmo silencioso, menos espectacular pero más duradero, es el que sostiene la vida democrática. En Chile, a las puertas de una nueva elección presidencial, se hace evidente que este tipo de valor es el único capaz de abrir un camino de estabilidad en medio de la polarización esterilizante en que nos hemos desenvuelto los últimos años.
Esa polarización nos ha impedido avanzar en soluciones a problemas básicos: una economía estancada, servicios de salud desbordados por listas de espera, un sistema educativo incapaz de garantizar aprendizajes elementales, y la urgencia de enfrentar una ola de delitos y violencia que mina la confianza ciudadana. Ninguna de estas cuestiones podrá resolverse si el próximo gobierno no cuenta con un respaldo amplio, tanto en las urnas como en el Congreso Nacional.
Proyectos impulsados desde los extremos difícilmente pueden reunir ese apoyo. Un Ejecutivo encabezado por candidaturas como las de Jeanette Jara, José Antonio Kast o Johannes Kayser sólo prolongaría la lógica de trincheras que ya ha demostrado ser infecunda. Lo que el país requiere no es más enfrentamiento, sino la capacidad de tejer consensos y de proyectar gobernabilidad con mayorías sólidas.
Ese esfuerzo implica una renuncia a las banderas rígidas y a las disputas acumuladas. Supone un ejercicio de valor cívico que exige mirar más allá de agravios pasados y abrirse a acuerdos con quienes ayer eran considerados adversarios. El 18 de abril de 1951, apenas a seis años de terminada la Segunda Guerra mundial, Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo, todos países que participaron como adversarios en esa guerra -con la excepción de Luxemburgo, que se declaró neutral, pero fue invadido y se mantuvo ocupado por Alemania mientras esta duró- firmaron el Tratado de París que dio lugar a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, precursora de lo que es hoy la Unión Europea. La guerra provocó una inmensa cantidad de actos heroicos que esos países no olvidan, pero también fueron actos heroicos supremos los del francés Robert Schuman, el italiano Alcide de Gasperi y el alemán Konrad Adenauer, entre otros, quienes, con su obstinada insistencia en superar los dolores y desconfianzas dejadas por el pasado reciente, impulsaron esa unión que ha llevado a Europa a ser la que ahora es.
El reencuentro entre socialistas y democratacristianos tras la dictadura en nuestro país, que le significó a ambas partes el enorme esfuerzo cívico de dejar atrás todo el resentimiento que pudo haberse acumulado luego de la trágica experiencia del gobierno de la Unidad Popular, no puede sino ser un ejemplo inspirador en el mismo sentido. Ese reencuentro dio lugar a años de estabilidad política y progreso de nuestro país, mientras en nuestro derredor otros países, que también salían de dictaduras, se hundían en el caos de una confrontación muchas veces sin sentido.
Ese heroísmo no es demandado hoy únicamente a los partidos. También interpela a cada ciudadano en las urnas. Habrá votantes que, por lealtad a su historia o identidad política, tenderán a apoyar opciones que, en la práctica, abren camino al triunfo del adversario que más rechazan. Ya he explicado desde este mismo espacio que un voto por Jeanette Jara podría terminar facilitando la elección de José Antonio Kast. Tales casos exigen un ejercicio de racionalidad y coraje personal: optar por la alternativa que, aun sin representar plenamente las propias convicciones, resulta más beneficiosa para país.
En definitiva, la proximidad de la elección de noviembre nos recuerda, mientras celebramos a nuestros héroes, que el coraje no siempre tiene como escenario batallas homéricas. A veces consiste en tomar decisiones políticas que pueden cambiar el curso de la historia, en tender puentes donde antes había muros o en arriesgar capital político por la estabilidad del país; y también puede significar solitarios actos en la intimidad de la urna, que lleven a votar con la razón y no sólo por inercia.
Hoy, más que discursos encendidos, Chile necesita esa serenidad valiente: la capacidad de votar distinto, de pactar con antiguos rivales, de pensar en el país más que en la trinchera. El heroísmo que no se canta en himnos, pero que define el futuro. (El Líbero)
Álvaro Briones



