#JesuisCharlie. La frase recorrió el mundo en 2015, tras el atentado contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo, por parte de fanáticos religiosos islámicos (uno de los focos constantes de la revista). No era sólo un hashtag: era la reafirmación de un principio básico de las democracias liberales modernas. La libertad de expresión se debe respetar siempre, incluso cuando incomoda. Y, por supuesto, no puede terminar en un agresión como la sufrida en París.
Curiosamente, el mundo ha vivido recientemente un ataque similar -en algún sentido- y sufrido por otro Charlie, aunque sin la instalación de un nuevo #IamCharlie. Charlie Kirk, activista conservador norteamericano, fue brutalmente asesinado la semana pasada, mientras hablaba pacíficamente en una universidad de Utah, en Estados Unidos. Por supuesto, el caso no es equivalente al registro sufrido por Hebdo; en este caso no fue un acto terrorista, pero ambos comparte dos rasgos inquietantes: intolerancia y fanatismo. Los dos ataques, de una u otra manera, son enemigos de la convivencia democrática. Y en ese cruce se asoma la pregunta de fondo: ¿Somos capaces de defender la libertad de expresión como un principio universal, y no sólo cuando me conviene?
Para ponerle más pelos a la sopa, quiero agregar otro antecedente: poco después del atentado de París, comenzó a circular el movimiento “yo no soy Charlie”. Sus impulsores, incluso sin avalar la masacre, planteaban que la revista había sobrepasado los límites al burlarse de religiones y creencias. Según ellos, la libertad de expresión debía detenerse donde empieza el respeto por la fe ajena. Y aunque no es el foco de esta columna, quiero decir que aquél es un debate legítimo, siempre y cuando no justifique nunca un acto terrorista o un homicidio. Lo interesante es que hoy estamos presenciando un eco parecido: “es malo que hayan matado a Kirk, pero… él se la buscó”. Ese “pero” siempre es un problema. Tanto en París como en Utah. Porque, de alguna forma, relativiza un crimen. Y la señal en una democracia no puede ser ambigua: por más que me molesten los dichos u opiniones de alguien, un delito no se puede justificar. Nunca.
Por todo eso, la muerte de Kirk y el caso Hebdo funcionan bien como un espejo. En 2015, Charlie Hebdo fue defendido por liberales y relativizado por algunos sectores conservadores; hoy Kirk es llorado por conservadores y cuestionado por la agenda woke. Cambian los actores, pero la lección permanece idéntica: los principios no pueden depender de la simpatía política que me genere la víctima. Lo contrario es antojadizo, y no nos permite construir una genuina comunidad social.
Por eso, más que tomar partido, lo que toca es asumir coherencia. Defender la libertad de expresión no significa aplaudir las ideas, sino proteger el derecho de otros a expresarlas. Lo dijo con meridiana claridad Felipe Harboe, en plena Convención Constitucional, cuando la intolerancia y el fanatismo también impedían puntos de encuentro. Y su frase debiera resonar siempre, en cualquier materia ligada a los asuntos democráticos: “Sobre las ideas, todo; contra las personas, nada”. (El Líbero)
Roberto Munita



