La irrupción de las tecnologías de la información y las redes sociales ha transformado radicalmente la manera en que las sociedades procesan la realidad. El acceso ilimitado y la velocidad de circulación de la información prometían, en su origen, consolidar democracias más participativas y ciudadanos más informados. Sin embargo, la evidencia empírica de la última década plantea una pregunta inquietante: ¿estamos avanzando hacia una democracia más densa, sustentada en el debate racional y sincero en busca de mayor bienestar para los ciudadanos; o estamos yendo hacia modelos políticos cada vez más vulnerables a la manipulación, el populismo y la polarización, motivados especialmente por la toma del poder para beneficio de la propia tribu de intereses?
O dicho de otro modo: ¿Ha permitido la abundancia de información intervenir la realidad con decisiones de políticas públicas más eficaces, eficientes y más justas para el bien común o, por el contrario, ha incrementado nuestra incertidumbre, estimulando el miedo y con ello la emergencia de liderazgos políticos «salvadores» y «dictadores» que actúan por ruda convicción o, al decir de Unamuno, con fe del carbonero, más que sustentados en razonamientos basados en los avances de la ciencia y técnica?
En el marco del liberalismo clásico se asumía que el progreso intelectual y emocional de las personas sería más o menos homogéneo y que, con educación y acceso a la información, la deliberación pública evolucionaría hacia niveles de mayor racionalidad, elevando así el estándar de vida y la felicidad de los pueblos. Hoy, sin embargo, tras la victoriosa instalación de la democracia liberal y el Estado de Derecho en extensas áreas del globo, observamos un fenómeno paradójico: dicha abundancia informativa no siempre se traduce en mejor discernimiento y, por el contrario, la inmediatez y lógica algorítmica de las plataformas digitales tienden a privilegiar la emoción por sobre la reflexión, lo instantáneo, por sobre lo analítico.
Los efectos de este proceso son visibles. En distintas latitudes, candidaturas con propuestas simples y efectistas, aunque carismáticas, desplazan a proyectos políticos más complejos y de largo plazo. La convicción de sus líderes, su determinación, carácter y voluntad, más que un buen programa o alto nivel de conocimiento y experiencia que aquellos muestran, infunde renovada confianza en seguidores presionados tanto por una explosión de información casi indigerible por su complejidad, como por nuevos entornos socio-económicos convulsionados por el estallido -promovido o espontáneo- de demandas ciudadanas por mejor vida.
La circulación de noticias falsas, fragmentación de audiencias y el uso de algoritmos que refuerzan sesgos, por otro lado, confirman que la muy participativa, integradoras y plural democracia liberal puede transformarse en conflictuado rehén de la emotividad colectiva y ser llevada hacia mutaciones orgánicas en las que los avances en participación ciudadana tengan un retroceso hacia nuevas formas de elitismo, si bien organizados formalmente con división de poderes, imperio de la ley y libertad de mercados, muy parecidas a las monarquías hereditarias.
Tanto la desconfianza hacia el lenguaje y acción de la política y las elites en general, como las especiales características de las nuevas fuerzas productivas aplicadas al ámbito de la interacción comunicacional pueden llegar a ser un terreno fértil para autoritarismos y populismos de izquierda y/o derecha, donde la promesa de soluciones rápidas y la apelación a emociones como la envidia, rabia o miedo tienden a desplazar la deliberación seria sobre políticas públicas. Por lo demás, ejemplos en tal sentido ya hemos podido ver en la actual campaña presidencial en la que no han faltado conflictos públicos y desates emocionales, tanto entre candidaturas rivales, como en aquellas que se suponen de un mismo sector ideológico.
Frente a tal escenario, la ciudadanía que cultiva la democracia como su modo de vida enfrenta un desafío histórico. No basta con exigir a los dirigentes mayor participación y mayor transparencia en la gestión de las instituciones democráticas: se requiere de un esfuerzo consciente de aquellos por reconstruir un espacio público basado en la veracidad, la discusión informada y una mayor responsabilidad cívica, es decir, un tipo de acción política apuntado a la resolución de la demandas sociales ordenadas según urgencias de sentido común y basadas en data, ciencia y tecnología. Esto implica promover y no restringir la alfabetización digital como un derecho y necesidad, en especial entre los jóvenes que están edificando su visión de mundo sobre la nueva infraestructura en desarrollo. También exigir a los medios de comunicación debates abiertos pero fundados que permitan a los ciudadanos evaluar la viabilidad de las propuestas. Finalmente diseñar mecanismos institucionales que amplíen la democracia participativa, más allá del voto periódico.
Es decir, el tránsito hacia una democracia más densa, participativa, transparente y menos marcada por la mera lucha por el poder, depende menos de la disponibilidad de información —ya prácticamente infinita— que de la capacidad de cada ciudadano para procesarla e integrarla a un propio modelo de percepción de mundo, que junto con ser consistente, también debe ser crítico. Sin ese salto cualitativo, la democracia liberal corre el riesgo de diluirse en una sucesión de pulsiones emocionales tribales que, aunque legítimas, no conducen necesariamente a decisiones nacionales sostenibles y más bien, en su ineficacia, abren las puertas a «salvadores» de toda especie.
Luego, si la era digital ha fragmentado y debilitado los marcos de referencia compartidos por las sociedades capitalista y socialista que compitieron por el dominio mundial durante buena parte del siglo XX, corresponde hoy a la sociedad civil, a sus liderazgos democráticos y a la educación familiar y social buscar y proponer nuevos anclajes de cohesión afincados en el enorme conocimiento científico-técnico acumulado, así como en la relectura de la cuantiosa tradición espiritual judeo-cristiana y la ético legal de Grecia y Roma. Solo así será posible que la promesa de una democracia abierta, transparente, participativa y pluralista no se deslice durante su transición hacia su contracara: un escenario en el que ganen terreno populismos autoritarios disfrazados de respuestas inmediatas, sea tanto bajo el paraguas de convicciones políticas de «izquierdas» como de «derechas».
El futuro de la democracia depende, en definitiva, de nuestra propia capacidad de transformar el ruido emocional de la tribu aullando slogans a toda voz tras la consigna del líder, en un diálogo y deliberación racional y sincero, fundado en hechos comprobables y comprobados, en que amigos y adversarios pueden converger como criterios de realidad, más allá de las legitimas opiniones sobre la cualidad de aquellos. Al mismo tiempo depende de nuestra propia capacidad de mutar la enorme fuerza y energía motivadora de la emoción en mayor responsabilidad y acción política en beneficio de millones de personas que si bien no parecieran interesados en política, saben bien que en ese espacio se juega parte relevante de su propio bienestar personal.(NP)



