Han sido años difíciles para Chile. Una izquierda ideológica y generacionalmente distinta a la centroizquierda que nos gobernó durante 25 años viene impulsando una agenda —con su respectiva narrativa— que ha tenido efectos devastadores. Celebraron el estallido social, que causó dolor a miles de chilenos, arrasó con nuestras ciudades y deterioró las instituciones. Obstaculizaron la gobernabilidad del mandato presidencial anterior y lideraron el clima de extrema polarización latente hasta hoy.
Actuaron a sus anchas, en buena parte, por responsabilidad del resto del espectro político. La de quienes se avergonzaron por los “30 años” y se sumaron a la definición de los acuerdos como maniobra oscura, que da la espalda a la ciudadanía. Y la de quienes no comprendieron oportunamente que el progreso tiene muchas dimensiones, que sus olvidados tienen derecho a creer en ilusiones y a sellarlas en un voto.
Desde la llegada al poder de esa izquierda, el 11 de marzo pasado, todo lo que prometieron hacer mejor, lo han hecho peor. Llevan sobre sus hombros las posiciones políticas previas, que hoy se vuelven en su contra: impulsar la derogación de la Ley de Seguridad Interior del Estado, pulverizar la confianza en las policías o despreciar la evidencia, para imponer el voluntarismo ideológico en la economía.
Ha empeorado también la calidad de nuestra democracia. El actual es el primer gobierno que, desde 1990, interviene abiertamente en una campaña electoral, en favor de una de las opciones del plebiscito. Es “su” Constitución, no una para permitirnos la convivencia pacífica, sino la luz verde para facilitar un proyecto político.
En medio de una campaña que ha superado las expectativas de polarización ha surgido un fenómeno virtuoso que probablemente trascienda al plebiscito. La voluntad de un mundo, que ha ido creciendo y cruza el espectro político y la sociedad civil, de abrir puertas de entendimiento y, la más escasa y difícil de todas las voluntades: la de cruzar fronteras.
Sus protagonistas han puesto capital público y proyecciones electorales a disposición de una causa común: sumar una mayoría social que rechace un mal proyecto constitucional, porque expresa la voluntad refundacional y la violencia política que cruzó la Convención. Han tomado decisiones difíciles, asumiendo el costo de la descalificación, en tiempos de una política dominada por polos, que desprecian la reflexión y prefieren el golpe rápido y la ordalía en redes sociales.
El consenso respecto de dos hechos esenciales hizo posible una posición común frente al plebiscito. El reconocimiento de un amplio sector de la centroderecha de la demanda de cambio constitucional, sin vuelta atrás, que representó el 80/20 en el plebiscito de entrada. Y el de la centroizquierda del Rechazo, de que la definición del 4 de septiembre no es una disputa electoral más; y que Chile no merece conformarse con una Constitución que lo expone a un retroceso en institucionalidad, igualdad ante la ley, libertades, convivencia, economía, etc.
A exactamente una semana del evento electoral más trascendente tal vez de nuestra historia republicana, es de justicia reconocer la actitud de quienes, desde la centroizquierda a la centroderecha, la academia, los gremios y las organizaciones sociales, han asumido que Chile vive un momento irrepetible. Y han estado dispuestos a asumir costos, desafiando sus propias historias y militancias.
Nada será igual desde el lunes 5 de septiembre, en cualquier caso. Que lo de “ni vencedores ni vencidos”, expresado en la apuesta por el Rechazo y en el encuentro entre adversarios por más de 50 años detrás de una gran causa común, inspire a quienes nos gobiernan. Tal vez lo más preciado de Chile pueda reencaminarse. (El Mercurio)
Isabel Plá



