4 de septiembre de 1970: arribo y partida

4 de septiembre de 1970: arribo y partida

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A Chile, un país al fin del mundo, le ha sido propia una extraña propiedad: viviendo una realidad económica y social más retrasada que la de los grandes modelos modernos, reproduce más semejanza a la política europea que otros países latinoamericanos. Gozaba de paz política en democracia competitiva y Estado de Derecho en relación con su época que no tenía parangón con América Latina; y con la extraña tentación de caer en quiebres y crisis graves cada tres o cuatro décadas, en inquietante regularidad.

Una izquierda de meta revolucionaria

Desde la década de 1930 ya estaba instalada en la política del país una subcultura política marxista, que iba más allá de la estructura de los partidos o de los sindicatos. Sucedió lo mismo que en toda América Latina; se demostró la dificultad para crear una fórmula socialdemócrata que supiera integrarse al sistema y a la vez influir creativamente en el mismo. En Chile, la izquierda antisistema hundía raíces desde el siglo XIX. Con vaivenes, prevalecería una izquierda con orientación radical. En los años 1960 hubo una carrera hacia un marxismo ortodoxo, no siempre comunista, pero más vociferante: hasta dos grupos en lo original de orientación cristiana empezaron a “hablar en marxismo”, algo común en la época, yendo a parar no a la izquierda de la DC, sino que a veces a la izquierda de la UP. Aquí ni jugó un papel solo el marxismo como creencia secular, sino que un algo del espíritu de los sixties, en cuanto revolución cultural.

Los comunistas estaban comprometidos con el modelo soviético, su gran paradigma desde el comienzo hasta el final; los socialistas -una variedad de posiciones- a partir de la década de 1950 convergieron en su casi totalidad en modelos radicales, ya sea revoluciones tercermundistas, como el caso de la argelina; sobre todo la cubana. Ya antes de 1973 miraban a Alemania Oriental (comunista) como otro de sus modelos y casi no se referían a diferencias con la experiencia soviética. Sin embargo, estaban también entrampados en un sistema institucional que les permitía pocas posibilidades de actualizar una táctica revolucionaria.

Institucionalización vs movilización

Aquí radica un entramado más de la singularidad chilena. En este país la institucionalización precedió a la movilización. La izquierda de un socialismo variopinto y el anarquismo que surgieron a fines del XIX carecían en lo inmediato de los medios para un camino legal, pero tampoco tenían posibilidad alguna para una toma de poder revolucionaria. De hecho, en el siglo XX, las revoluciones de carácter marxista en el mundo fueron una media docena. Contando a las organizaciones sociales que dominaban o influían, ocupaba una parte del Estado y paradojalmente, a medida que creció en potencia electoral, se fue potenciando su fervor por una revolución como meta. El dilema clásico de una izquierda decidida ha sido aquel de ¿revolución o reforma? En Chile se fue excluyendo a esta última. Ser “reformista” (o “socialdemócrata”) era el peor epíteto que se podía inferir al interior de esa izquierda.

Cierto, el trabajo en instituciones ordenadas —relativamente, lo eran las chilenas entre 1932 y 1970— llevaba consigo una adaptación anímica, la interiorización de rutinas de una cultura democrática. ¿Serían por ello que se trataba de una genuina fuerza democrática, de un “socialismo democrático”? No llegó a ser el caso.

En esa izquierda el marxismo no había llegado a ser una referencia distante, como lo era para los socialistas alemanes en 1918, o los españoles en 1975. Por el contrario, se había instalado como auténtica religión política en el seno del país. Con sus textos fundadores —palabra sagrada y secular— y sus rituales, creaba una base semántica común, y por su amplio rango de complejidad y simplificación, podría aparecer como teología política sutil, y a la vez como lenguaje de los humildes. Por algo había sido fundado por intelectuales que se consideraban voceros de los “de abajo”. Creaba un lenguaje de clase política que se transformó en trendy y de la cual, entonces, no era fácil escapar si se cruzaba su esfera de influencia.

Esta adhesión creaba fidelidad moral, que hacía que toda transacción fuera condenada como traición. Y creaba un problema, que no había alternativa posible al avanzar hacia una sociedad a grandes rasgos socialista, con los modelos marxistas considerados como meta. Esta fe en el camino infalible de redención humana puede ser visto como una forma de disciplinar la marcha hacia el socialismo; era también una trampa intelectual y mental que impidió diseñar en esos años una verdadera alternativa dentro del horizonte de la sociedad abierta.

La adaptación institucional —imposible la vía directa del levantamiento revolucionario— ordenaba precisamente el tránsito por los procedimientos del orden. Se esperaba que usando a fondo los instrumentos legales, los “resquicios”, junto con la movilización política y toda su estela de ocupaciones de hecho. Una política económica populista (lo único de este carácter en la UP) crearía el impacto para obtener una mayoría electoral con lo cual se transformaría constitucionalmente el sistema político chileno, creando entre otras cosas una asamblea popular. Y en una primera etapa eso fue lo que sucedió, no una revolución, sino un “proceso revolucionario”, según acertadamente lo definió Fidel Castro. ¿Sería democrático?

¿Quién es el portador de la democracia?

La izquierda chilena, y particularmente Allende en las respuestas a la declaración de la Cámara en agosto de 1973, diría siempre que lo democrático de Chile venía de lo que había impuesto la misma izquierda desde sus remotos orígenes. La democracia que vendría sería parte entonces de esa dinámica. No era una idea muy tranquilizadora para la coalición opositora durante los años del gobierno de Allende, aunque la noción venía de mucho antes, al menos en los sectores más ortodoxos; gradualmente representarían el núcleo de la política de la izquierda, al menos de su clase política. En este punto, no había más diferencia entre Allende y los partidos de la Unidad Popular, nada más allá de lo táctico.

Aquí hay una particularidad con otras revoluciones, lo que destaca el carácter de “proceso revolucionario”. Allende no fue el líder indiscutido de su movimiento político, al modo que Lenin, Mao, Ho Chi Minh y Castro lo eran. En la izquierda chilena había dos partidos fuertes y varios otros pequeños, pero con influencia política. Allende no era el favorito del aparato del socialismo, pero sí de su base; y de algo más amplio, labrado en una carrera de 30 años, un “pueblo allendista”. Además, detalle no menor, desde 1952 era el hombre en el que los comunistas confiaban. En 1970 significó que tendría que negociar la estrategia y el día a día de su administración con una fervorosa coalición marxista, pero cuyas fuerzas no podían ni anularse ni concordar del todo entre sí.

Lo compensó con dos factores. Uno, una vez presidente, su prestigio y autoridad se incrementaron dentro de la izquierda. Segundo, la atención mundial, en general benevolente o favorable, revirtió un algo sobre su posición interna. Por ello aparecería como la evolución lógica de la historia política y social de Chile. ¿Era así? El proceso y las cifras no permiten entregar una respuesta afirmativa.

Azar y necesidad en 1970

La coalición marxista alcanzó con Allende su máxima cota electoral en las presidenciales de 1964, con el 38,6% de los votos, que a su vez le confirió un triunfo extraordinario a Eduardo Frei y su partido. Una vez despejado el panorama de las parlamentarias de 1965, con un triunfo sin precedentes de la Democracia Cristiana, el cuadro electoral que se configuró en el Parlamento desde las elecciones de 1969 mantuvo una relativa estabilidad hasta las parlamentarias de marzo de 1973 inclusive.

En las presidenciales de 1970, Allende ganó a Jorge Alessandri por un margen porcentual menor (1,4%) que el del “Paleta” en 1958 (3%), triunfo entonces no reconocido por el candidato de izquierda, lo mismo que en 1964; semejante al silencio inexplicable de Alessandri la noche del 4 de septiembre de 1970, sin reconocer el triunfo de Allende hasta mediados de octubre. Todo muy latinoamericano. A lo que apunto es que en 1970 Allende tuvo menos votos porcentuales que en 1964; la izquierda había alcanzado una instalación profunda en el cuerpo electoral, como correspondía a una subcultura política, con arraigo en algunas provincias, movimientos sociales y gremios, regiones y familias. Pero tenía límites. En 1970 Alessandri pudo haber ganado perfectamente, si no fuera por la pésima campaña de su candidatura.

Además, esas elecciones fueron las únicas donde funcionó lo de los “tres tercios”. En las altamente politizadas elecciones municipales de abril de 1971, se creó una bipolaridad entre gobierno y oposición. Con un añadido, que la UP, más otras fracciones de izquierda, contó con el 51% de la votación; si hubiera sido plebiscito, lo ganaba la UP. A partir de ese momento, la izquierda comenzó a bajar lenta pero sostenidamente, y sin embargo manteniendo alta votación y, por lo tanto, la bipolaridad; ya no un tercio, sino que sobre el 40% de los votos. Pero la oposición estaba coaligada con relativa firmeza, y otros actores sociales se arrojaron a la contramovilización. Dos detalles reveladores. En tres elecciones generales (1969, 1971, 1973) la derecha se mantuvo estable, con alrededor de una quinta parte de los votos. La DC, lo mismo, sobre una cuarta parte de los votos. Ello indica lo de la votación de Tomic (27,8%) en 1970, en lo esencial, una de tipo “freísta”, y por ello, más bien en el campo antimarxista, y no con los postulados de tintes populistas, en las formas cercanas a la Unidad Popular, del caudillo democratacristiano. Esto nos hace observar con una luz diferente las elecciones de ese 4 de septiembre de 1970, en su azar y su necesidad: la izquierda, de metas radicales y procedimientos constitucionales junto con tácticas semilegales, tenía detrás de sí a una parte considerable del país; que tuviera que ganar las elecciones, era un azar. Había factores críticos, mas no fatales, en el país. La elección misma tuvo peso en el desenlace de la crisis nacional.

Joaquín Fermandois

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