Las elecciones internas de la UDI -realizadas luego del fracaso de la implementación del voto electrónico- confirmaron la continuidad de la actual presidenta, Jacqueline van Rysselberghe, para los próximos dos años. Esta vez, y a diferencia de lo sucedido en 2016, el margen de diferencia entre las candidaturas fue alrededor de un 4% de los votos, bastante más ajustado que el 26% de entonces, lo que plantea varias interrogantes para el futuro del partido.
Como primer aspecto, cabe destacar la amplia participación en el proceso eleccionario y el rápido conteo y acatamiento de los resultados, pese a lo estrecho de los mismos. De todas formas, la elección estuvo marcada por acusaciones de clientelismo y política pequeña, cuestionamientos al padrón electoral, amenazas de renuncia y la prescindencia casi completa de los liderazgos tradicionales del partido. Paradójicamente, uno de los breves momentos de cierta unidad partidaria en el proceso fue la propia fallida primera votación y la tregua que se dieron las listas para abordarla, acordando acertadamente su postergación.
El escenario no se ve fácil para la reelecta presidenta, quien deberá hacer frente a las fracturas evidenciadas durante la campaña y a un contexto político incierto. Acostumbrada a un estilo más bien personalista, uno de sus principales desafíos se encuentra en la relación que mantendrá con la disidencia del partido, representada por los diputados Javier Macaya y Jaime Bellolio, sus dos excontendores.
Para la disidencia, el estrecho resultado representa una responsabilidad y un capital importante para su proyecto: tendrá más espacio para plantear sus posiciones, pero cualquiera sea la actitud que tome la directiva, ya no podrán renunciar tan fácilmente a una colectividad que en parte importante les dio su respaldo. Habrá que esperar a ver si la incorporación de María José Hoffmann como vicepresidenta contribuye finalmente a la unidad y a generar un sano debate de ideas dentro de la colectividad.
Van Rysselberghe deberá también definir y liderar el posicionamiento de la colectividad para el próximo período. Internamente, aún no se olvida el mal resultado de las últimas elecciones parlamentarias, tras las cuales la UDI dejó de ser el partido mayoritario del país. La reelecta presidenta tiene poco tiempo para definir su estrategia y las candidaturas de cara a las elecciones municipales en 2020, lo que pondrá a prueba su liderazgo interno y externo.
En ese sentido, la definición de su proyecto político será clave, debiendo navegar entre una derecha más conservadora y una más liberal -presionada desde un lado por José Antonio Kast y desde el otro, por Evópoli- , resistiendo la fuga de votantes que una u otra opción puedan acarrearle. Y eso, en el contexto de un creciente debilitamiento de las colectividades políticas, lo que le hará más difícil incrementar su base de votantes y atraer nuevos liderazgos.
Los partidos políticos se construyen en torno a grandes ideas y causas profundas, en que los consensos suelen ser más relevantes que las imposiciones de corto plazo. Ello es un desafío mayúsculo para un partido acostumbrado a administrar el orden y no la divergencia, y la decisión está en si querrán acoger y representar a pocos, ordenadamente, o a muchos, más flexiblemente. En este sentido, uno de los aspectos clave es la necesidad de apostar por el recambio generacional -que hasta ahora no ha sido abordado adecuadamente- sin perder sus rasgos identitarios como un partido popular y de inspiración cristiana. (El Mercurio)
Editorial de El Mercurio