Fue tanta la adoración por el fundador del estado soviético que, apenas ocurrida su muerte hace justamente cien años, un patólogo local (Alexei Abrikosov) y otro alemán (Oskar Vogt) procedieron, por órdenes de Stalin, a separar su cerebro del resto del cuerpo y cortarlo en 30 mil rebanadas milimétricas. Era tal el nivel de genialidad que se le atribuía, que debía encontrarse una explicación científica.
Enseguida, se embalsamó el cadáver y se ordenó algo más prosaico. Construirle un mausoleo. Allí admiradores de todo el mundo lo irían a venerar. Esta doble interpretación de Lenin -una científica y otra sacra- es la que desmenuza Víctor Sebestyen en su muy reciente y extraordinaria obra Lenin, una biografía, editada a propósito del centenario de su muerte.
Los comunistas latinoamericanos se plegaron con entusiasmo a esa doble cualidad de aquella lejana figura revolucionaria. Fue desde sus inicios mismos, de la mano de Luis Emilio Recabarren. Para ello, viajó a Moscú. Los de aquí y los de allá se terminaron efectivamente haciendo devotos de lo que se convirtió en la santa sede de una iglesia política universal muy sui generis. Con el paso de los años, esta nueva religión fue canonizando sus propios santos e identificó sus arcángeles. Se dotó de liturgias y escrituras sagradas. Armó un entramado de verdades reveladas y dogmas de fe. Incluso, para sus dirigentes más esclarecidos organizaba viajes ad limina a Moscú; como aquel realizado por Recabarren. Hasta se preocupó de dar vida a una especie de Dicasterio para la Doctrina de la Fe para imponer disciplina, y anatemizar a los herejes. Lenin llamó a todo esto partiínost.
Sebestyen cita una fantástica carta de Lenin a su esposa Nadia sobre esta iglesia tan peculiar: “No quiero gente con puntos de vista difusos o titubeantes. Mejor un pez pequeño que una cucaracha grande. Mejor dos o tres hombres enérgicos y totalmente entregados que una docena de perezosos” (p. 189).
Muy pronto se supo de sus primeros excomulgados y aparecieron sectas menores. Con todas se dieron las correspondientes disputas hermenéuticas. Que el joven Marx no es lo mismo que el viejo Marx; que los textos de Marx no siempre concuerdan con los de Engels; ni los de estos dos a veces no calzan con los de Lenin; que Trotsky representó el primer gran cisma y Mao el segundo y así un largo etcétera de cuestiones teológicas insufriblemente tediosas. Sin embargo, ante cualquier duda, Vladimir Ilich prevalece por sobre todo y todos.
Estas disquisiciones han sido recogidas y documentadas por numerosos historiadores a lo largo de estos cien años. En diversas épocas y procedencias. Casi todos las califican de discusiones bizantinas. Pero no lo son tanto. Ni siquiera el derrumbe de la URSS puso punto final a estos debates. Ello explica la proliferación de iglesias menores posteriormente; todas con sus respectivos frailecillos. En América Latina abundan y vinieron a nutrir los caudalosos ríos del populismo, observándose unos engendros ideológicos del todo bizarro, como el chavismo-madurismo.
Sin embargo, subsisten dos grandes enigmas. ¿Cómo pudo un grupo muy reducido de hombres dirigidos por Lenin, tras asesinar a la familia del zar, incluyendo los niños-herederos, provocar transformaciones de dimensiones tan colosales y en tan diversos campos?. Luego, ¿qué explica la sobrevivencia de sus ideas en tantos lugares del mundo, aunque sea ahora en formatos algo distintos?
Una primera gran explicación radica en haber logrado inocular nuevas formas de adversarialidad en muchas sociedades; siempre bajo el apotegma inclaudicable de la lucha de clases. Por esa vía, provocaron olas de temor en política. Primero por medio de gulags. Ahora, de las funas, la cultura de la cancelación y la distorsión de la historia. Siempre gozando una especie de placer cognitivo con la lógica adversarial total.
Otra explicación radica en la pervivencia icónica de la mayor gesta de aquella revolución, el asalto al Palacio de Invierno. Desde entonces, generaron una obsesión mítica. Cada intento de revolución, que se precie de tal, debe fraguar uno propio. Ven en cualquier revuelta popular un asalto a su Palacio de Invierno.
Las graves consecuencias de estos enigmas motivaron al historiador y periodista británico Timothy Garton Ash a realizar un ejercicio contra-fáctico muy instructivo.
Examinó decenas de coyunturas críticas a lo largo del siglo 20 y concluyó que el error más funesto, ocurrió el 9 de abril de 1917. Ese día, Lenin, exiliado en Zürich, tomó un tren blindado en la estación Gottmadingen para trasladarse a Petrogrado, vía Suecia y Finlandia.
Nunca supo que era un plan conspirativo de Guillermo II de Alemania, para generar más turbulencias en la Rusia zarista y obligarla a salir de la guerra. La operación de inteligencia derivó en completo fracaso. Durante aquel viaje en tren, Lenin escribió sus famosas Tesis de Abril. 34 semanas después de arribar a destino, comenzó la Revolución Rusa, el leninismo se hizo con el poder y ocurrieron tremendos hechos desencadenantes en todo el mundo. Todos marcados por el terror.
El planteamiento de Timothy Garton Ash tiene bastante fundamento. Las revelaciones de Jrushov en 1956 sobre el masivo terror staliniano y el desastre soviético que transparentó Gorbachov, apuntan a que la operación de Guillermo II para el retorno de Lenin a Rusia fue efectivamente el peor error del siglo 20. Tuvo repercusiones nefastas en todo el mundo a lo largo del siglo 20.Y sus reverberaciones continúan.
Por eso cabe una pregunta adicional, ¿qué tiene de cautivante el leninismo?
Que, a diferencia del marxismo, no es una teoría de la historia, sino una del desarrollo político. Mientras Marx adjudicaba la base de autoridad a las clases sociales, y en especial al proletariado, Lenin la ubicó en el partido. Eso posibilitó que un grupo muy reducido de personas se haya sentido iluminado, tomando el Palacio de Invierno e instalándose en la cima del poder. Luego, ese mismo grupo reducido, aplicando una mano dura inaudita, hizo surgir una potencia mundial basado en un zarismo sin corona. No en vano, Huntington homologa la obra teórica de Lenin a la de James Madison en la fundación de EE.UU. Con ambos se entiende el auge de las superpotencias del siglo 20.
En el caso de Lenin, la principal premisa subyacente en su obra explica el resultado de sus experimentos en Europa post-bélica. Y en Cuba, Nicaragua y Venezuela. En América Latina, la amplia mayoría se ha venido subsumiendo en el populismo. Claramente, sus fanáticos no han desaparecido. Deambulan como esos soldados japoneses que se mantuvieron en la selva, sin querer enterarse que la guerra mundial había terminado. Insisten en que el capitalismo es el mal de la humanidad y que se debe terminar con él.
A cien años de la muerte de Lenin, puede decirse que el sueño de la “Comisión para la Inmortalización de la Memoria de Lenin”, instaurada en 1924, terminó cumpliendo su objetivo de mantener la vigencia del líder. Fue una vida marcada por el terror. Incluyendo, desde luego, esa alucinante decisión de cercenar su cerebro en 30 mil rebanadas. (El Líbero)
Iván Witker



